sábado, 22 de diciembre de 2007

Trailer oficial de "El Caballero Oscuro"

Vuelve Batman, en esta ocasión con la adaptación de la historia concebida por Frank Miller, posiblemente el mejor relato del personaje. La adaptación vuelve a se de Christopher Nolan, quien ya hizo "Batman Begins", bastate decente aunque no terminó de redondear el resultado. Con un equipo de producción de lujo y el relato en que se sustenta, es ya una de las películas más esperadas para el próximo año. Esperemos que las expectativas creadas no se nos vengan abajo. De momento, el trailer oficial:



El trailer es propiedad de Warner Bros. (2008) Fecha de estreno 18 de julio 2008 (USA)

miércoles, 12 de diciembre de 2007

DE PROFUNDIS - Georg Trakl

Existe un campo de rastrojos donde cae una lluvia negra.
Existe un árbol pardo que se alza solitario.
Existe un viento que susurra entre chozas vacías.
Qué atardecer tan triste.

A la orilla de la aldea
la dulce huérfana recoge escasas espigas.
Sus ojos redondos y dorados recorren el crepúsculo
y su seno anhela al esposo celestial.

De regreso al hogar
unos pastores hallaron el dulce cuerpo
descompuesto en el espino.

Una sombra soy lejos de oscuras aldeas.
El silencio de Dios
bebí en la fuente del bosque.

Sobre mi frente golpeó un frío metal.
Arañas buscan mi corazón.
Hay una luz que se extinguió en mi boca.

De noche me encontré en un páramo,
colmado de deshechos y de polvo de estrellas.
En los avellanos
tintinearon ángeles cristalinos.

Georg Trakl (1887-1914)
Versión de Helmut Pfeiffer

Schiele

lunes, 26 de noviembre de 2007

Recordando Dark City

Recordando grandes películas oscuras, se me pasa por la cabeza Dark City, ciertamente Alex Proyas saltó a la fama con The Crow, pero en mi personal gusto Dark City la supera. También supera a otras exitosas películas postmodernas posteriores que tuvieron un marketing más trabajado, me refiero a Matrix, un refrito de esta película ( véase esta comparación de Quinta Dimensión: http://www.quintadimension.com/article193.html ) y de la literatura de William Gibson.

A continuación dejo un artículo de Pablo del Moral publicado en Cinencanto, sin dejar de destacar algunos aspectos que hacen a esta película única. Quizá lo más notable puede ser la atmósfera conseguida que es consecuencia de un cuidadísimo tratamiento del claroscuro y del color negro y que produce imágenes tan espectaculares como ésta:



el uso del sonido y de resonancias cinematográficas del mejor cine negro clásico y del expresionismo de un Nosferatu completan un rotundo logro artístico. Como contraste a esta oscuridad encontramos al personaje encarnado por una Jennifer Connelly retratada con una belleza extraordinaria y con una actuación magnífica.

La película funciona en el plano metafórico al igual que Matrix, con el contraste entre la realidad aparente y la verdadera, pero a diferencia de aquella sostiene algo más que la peripecia, acudiendo a las vivencias y a la memoria del personaje principal; esto hace en definitiva mucho más intenso el drama y de una profundidad simbólica mayor, y desde luego de un valor literario notable.

Ahora el artículo prometido...

New Line Cinema, 1998
100 minutos
Dirigida por Alex Proyas
Escrita por Alex Proyas, Lem Dobbs y David S. Goyer
Editada por Dov Hoenig

Elenco:
Rufus Sewell ... John Murdoch
William Hurt ... Inspector Frank Bumstead
Kiefer Sutherland ... Dr. Daniel P. Schreber
Jennifer Connelly ... Emma Murdoch/Anna
Richard O'Brien ... Mr. Hand
Ian Richardson ... Mr. Book
Imágenes © 1998 New Line Cinema El director Alex Proyas fue uno de los incipientes pioneros que en los ochentas contribuyó a la creación del odiado/aclamado "estilo MTV", cuya experimentación con nuevas técnicas, corrientes artísticas y modos de filmación terminaron influyendo casi todas las artes visuales a lo largo de dos décadas (y contando).

Muchos directores de videoclips hicieron eventualmente su transición al cine (y lo siguen haciendo), pero la gran mayoría fracasó al aplicar su avanzado estilo visual en guiones huecos o irrelevantes. Sin embargo, unos pocos encontraron material apropiado para lucir su talento y mostrar que no sólo sabían crear atractivas imágenes, sino que podían conducir una narrativa interesante y hasta inteligente.

Sobra decir que con "The Crow", de 1994, Alex Proyas demostró ser parte de la elite, y aunque esa película recibió mayor atención por la muerte accidental de su protagonista, Brandon Lee, eventualmente fue aclamada como una brillante adaptación que no sólo respetaba la trágica historia escrita por James O'Barr, sino que emulaba perfectamente bien la lúgubre atmósfera retro-futurista de la novela gráfica.

Gracias al éxito de "The Crow", Proyas recibió numerosas ofertas para repetir el fenómeno, pero el director no tenía prisa alguna de fungir como capataz mercenario en alguna barata imitación, y mejor prefirió iniciar la producción de una cinta más interesante y personal. Cuatro años después, estrenó la extraordinaria "Dark City".

Combinando acertadamente elementos del cine "noir" y conceptos bien conocidos por la ciencia ficción literaria, Proyas y su equipo de escritores (Lem Dobbs y David Goyer) crearon una historia que comienza como muchos misterios detectivescos de la década de los treintas, pero que eventualmente se transforma en un complejo cuestionamiento del origen de la conciencia: ¿son nuestros recuerdos lo que da forma a nuestra personalidad? ¿O existe un factor intrínseco que determina nuestra identidad?

Al principio de la película encontramos al protagonista despertando súbitamente en una bañera llena de agua, en un anónimo cuarto de hotel. Desnudo, se incorpora tambaleante y descubre el cadáver de una mujer y la posible arma homicida. Pero el hombre no tiene memoria alguna de lo ocurrido, ni de su propia identidad. Entonces, recibe una llamada de un misterioso hombre, que se identifica como el Dr. Schreber (Keifer Sutherland), quien le indica que debe huir, pues "los extraños" están por llegar.

Y así empieza la demencial aventura de John Murdoch (Rufus Sewell), cuyo recorrido por la tenebrosa ciudad lo lleva a descubrir una extraña conspiración implementada por siniestros seres con el poder de alterar la realidad. Aparentemente los "extraños" están realizando un experimento sobre los habitantes de la ciudad, alterando sus memorias y examinando los resultados de sus interacciones.

Pero, experimento o no, parece haber un asesino suelto en la ciudad, y el Inspector Bumstead (John Hurt) encabeza la investigación en el caso... y Murdoch se perfila como el principal sospechoso. Así el policía interroga a Emma (Jennifer Connelly), esposa de Murdoch, y el rastro lo lleva a descubrir el cadáver de otra prostituta.

Mientras tanto, Murdoch se pone en contacto con el Dr. Schreber, quien le revela más detalles sobre la conspiración... y sobre el poder que Murdoch mismo está desarrollando, con el que podría vencer a los extraños y liberar a los habitantes de la oscura ciudad.

Lo primero que llama la atención en "Dark City" es el fantástico diseño de producción de George Liddle y Patrick Tatopoulos, y la cinematografía ultra-noir de Dariusz Wolski, que se combinan para crear una atmósfera a la vez extraña y familiar, donde los clichés del cine de detectives toman un perturbador ángulo difícil de explicar, hasta que conocemos el secreto de la ciudad.

El mesurado uso de efectos especiales complementa esa atmósfera, y las asombrosas imágenes que ofrecen nunca son gratuitas o innecesarias... siempre respaldan las ideas del guión y cristalizan vívidamente los bizarros conceptos que integran la trama.

Pero, si bien es el aspecto visual lo primero que atrae al espectador, son las ideas lo que convierte esta película en una memorable experiencia. Quizás la búsqueda y definición de la identidad no sea un tema muy nuevo en literatura fantástica, pero pocas películas lo han abordado con igual seriedad y consistencia. Y aunque "Dark City" no ofrece respuestas absolutas, representa un fascinante punto de partida para que cada espectador saque sus propias conclusiones y emita su juicio... o permanezca indeciso.
El trabajo de los actores es bueno pero, al encarnar arquetipos del género noir, me atrevería a decir que no importa tanto su talento, sino que resulten adecuados para representar sus icónicos papeles... y, desde luego, encajan a la perfección.

Nunca he tragado al actor Rufus Sewell, pero en "Dark City" cumple a la perfección el papel de confuso protagonista que lentamente comprende no sólo la situación que lo rodea, sino su importancia en la misma. Jennifer Connelly nació para encarnar a la típica mujer fatal imaginada por Raymond Chandler y Dashiel Hammett, y John Hurt asimila magníficamente el ingrato papel del Inspector Bumstead, el clásico policía simplón, pero implacable y secretamente sagaz. Y, claro, no puedo olvidar al gran Keifer Sutherland como el taimado Dr. Schreber, que podría ser un traidor que colabora con los extraños... o el redentor de la ciudad.

También merecen mención tres actores secundarios con papeles relativamente cortos pero significativos. La guapa Melissa George es una de las víctimas del misterioso asesino que asola la ciudad; el finado Ian Richardson presta su usual gravedad y peso dramático en el papel de Mr. Book, aparente líder de los extraños; y el gran Richard O'Brien (¡Riff Raff!) es el más tenaz cazador que busca destruir al protagonista... hasta que es seducido por su humanidad.

En sus mejores momentos, la ciencia ficción funciona como una torcida analogía de la realidad, que nos permite analizar los más fundamentales aspectos de la experiencia humana en un contexto más asimilable y provocativo. "Dark City" cumple perfectamente con ese criterio, y al mismo tiempo es un excelente homenaje al cine noir, realizado con tremenda creatividad, imaginación y estilo. Las más recientes películas de Alex Proyas, "Garage Days" (2002) y "I, Robot" (2004) no lograron igualar la calidad narrativa y emocional de sus previas obras, pero confío en que este talentoso director egipcio-australiano encontrará eventualmente material de similar inteligencia y complejidad. Mientras tanto, sólo queda esperar el largamente prometido DVD con la versión del director de "Dark City"... aunque su versión "normal" sigue siendo brillante, muy entretenida y definitivamente memorable.

martes, 30 de octubre de 2007

Stardust, de Neil Gaiman (Norma Editorial)

Alejandro Serrano 23/10/2007 (FANTASYMUNDO)


Cuento para adultos que conserva la truculencia de la narración más propia de los mitos orales antiguos que de los edulcorados cuentos infantiles actuales, derivados en ocasiones de aquellos, lo que refuerza su sutil halo de realidad.


Esta es la historia de una promesa hecha desde el corazón, y de como éste puede impulsar a la voluntad a través de un tortuoso camino lleno de obstáculos. Es también la historia de como un muchacho que apenas se conoce a sí mismo y que no podría hacer otra cosa que escuchar a su corazón confundido y joven, promete a su amada traerle el más preciado de los tesoros sin valor de este mundo, una estrella caída del cielo, a cambio del premio más valioso, el amor. Tristan Thorn emprende un peligroso viaje desde el pueblo de Muro, de casas antiguas de piedra gris y tejados de negra pizarra, donde habita gente sencilla y trabajadora, dueña de sus silencios y pero esclava de sus palabras. Precisamente, un Muro separa a estas gentes del exterior, del Otro Lado, y la gente que habita el pueblo teme y a la vez prefiere ignorar lo que hay allí. Dos guardias protegen la única brecha abierta en la piedra, día y noche, para que nadie rompa el cerco, uno a cada lado de la abertura. La vigilancia tan solo flaquea una vez al año, el Primero de Mayo, cuando una peculiar feria se instala en el prado cercano.

Tristan ama a Victoria desde el más recóndito rincón de su corazón, y éste le dice que debe intentar conseguir su mano. Una noche de otoño, ambos caminan por las calles de Muro, cuando el muchacho cree llegada su hora, y con palabras dulces intenta seducir a Victoria. Le promete llenar su mundo de incontables maravillas, quererla siempre, amarla a pesar de todo, pero la joven no se conmueve. Entonces, para intentar socavar la voluntad de Tristan, le pide, le exige únicamente una cosa: la estrella que acaba de caer a lo lejos, asegurándole cualquier cosa que le pida, incluso su mano. Pero la voluntad de Tristan no es algo que pueda flaquear por cualquier cosa, y reclama, no exige, la mano de Victoria, ya que correrá tras la estrella y se la traerá sin dudarlo. Ambos se separan, uno lleno de esperanza, y la otra divertida y burlona.

El corazón de Tristan deberá superar la vigilancia del Muro, y acceder al Otro Lado, el mundo de Faerie, en busca de la única estrella que puede darle su Deseo. Su primer paso será la feria, llena de criaturas sorprendentes y mágicas y de personas de poder y maravilla. Tristan recorrerá un largo camino, y encontrará a la estrella, con forma de hermosa mujer, y aprenderá el verdadero significado de la vida de la mano del más inesperado instrumento.

Pero hay otras personas deseosas de atrapar a la estrella de Tristan, y la codician por otras razones digamos... menos honestas. Primus, Tertius y Séptimus, hijos del octogésimo primer señor de Stormhold, han de encontrar un topacio asido a una cadena, símbolo del poder del reino, que el propio señor, moribundo, lanzó al cielo. Éste señaló el lugar donde calló la estrella como el sitio donde también había reposado el topacio tras su increíble vuelo, y decretó que solo uno de los hermanos dispondría de la heredad y sería el Señor, quien lo recuperase y tuviese su sangre.

En Faerie, hay una mansión enorme habitada por tres misteriosas y nudosas mujeres, las Lilim, rodeadas de la belleza granítica de su morada. Pero poca belleza hay en ellas, marchitadas por el tiempo y las necesidades de su profesión, pues estas tres mujeres son brujas, y necesitan su vitalidad para conjurar su poder. Son capaces de rejuvenecer tras consumir una porción de corazón de estrella, pero apenas les queda ya... cuando descubren a la estrella de Tristan y su caída desde el cielo, la primera en doscientos años. Y la necesitan para rejuvenecer sus castigados cuerpos.

Stardust, publicado por Norma Cómics en su colección Brainstorming, es un peculiar cuento de hadas escrito por uno de los guionistas de cómic más famosos de la actualidad, Neil Gaiman, conocido sobre todo por el cómic Sandman, también metido a novelista de fantasía de éxito. No estamos ante la narración habitual de este tipo de cuentos, ya que rebosa ironía y sarcasmo en cada una de sus páginas, con un humor negro que en ocasiones hace reír y en otras torcer el gesto, según la escena. Neil Gaiman no ahorra en ningún momento muertes, amargos tragos o sorpresas desagradables, en un cuento con moraleja final y estructura infantil, pero con un desarrollo ciertamente adulto.

En ocasiones el planteamiento desconcierta y en otras resulta delicioso, y aunque la impresión general es buena, a veces uno se pierde fácilmente en un relato que peca en ciertos tramos de inconexo, confuso y de situaciones casuales poco creíbles, pero que engancha y seduce al lector desde la primera página por su humor y honestidad. Pese a la apariencia de irrealidad que impregna toda la historia, y al tinte fantástico que la caracteriza, con numerosas criaturas mágicas, personajes con carácter y situaciones hilarantes, Gaiman hace sobrevivir un fondo de realidad que resulta clave en el desarrollo de la trama y que posibilita al lector el mantenimiento de la ilusión creativa necesaria para el éxito de un libro del género. Al mismo tiempo, conserva la truculencia de la narración más propia de los mitos orales antiguos que de los edulcorados cuentos infantiles actuales, derivados en ocasiones de aquellos, lo que refuerza su sutil halo de realidad.

El personaje central, Tristan Thorn, evoluciona a lo largo de la historia, y logra conocerse a sí mismo hasta llegar al final de la moraleja. La narración fantástica se entrelaza con perlas existencialistas, que permiten a Gaiman hacer entrar en la cabeza de Tristan un poco de sentido común en su viaje iniciático y de descubrimiento personal. Una buena novela dirigida a un público concreto, por parte de un autor que sin duda domina el lenguaje con el que se escriben los sueños, pero que junta las palabras de un modo poco convencional y en ocasiones errático: vamos, como la vida misma.

La adaptación cinematográfica corre a cargo del director Matthew Vaughn, con guión suyo y de Jane Goldman, con un reparto de lujo, formado por Claire Danes, Charlie Cox, Sienna Miller, Peter O’Toole, Rupert Everett, Sarah Alexander, Kate Magowan, Ian McKellen (narrador), Michelle Pfeiffer y Robert De Niro, por nombrar a varios actores conocidos. La película mantiene mucho de la esencia de la novela y en mi opinión la supera ampliamente en cuanto a clímax visual y narrativo, resultando a la vez menos inconexa y aún más divertida. Mención especial merece el papel de un desconcertante Robert de Niro, que da vida al cazador de rayos Johannes Alberic, capitán del navío celeste Perdita, y que en la película resulta ser un estrambótico, esperpéntico y amanerado hombre que trata de ocultar sus gustos personales y artísticos de sus sufridos compañeros de tripulación. En el libro su protagonismo es exiguo, y su carácter muy diferente, pero en fin, ya conocemos las licencias que se toman en el mundo del cine. Ni que decir tiene que las escenas de De Niro resultan ser las más divertidas de la película, no apta para sus múltiples admiradores (que bajo ha caído este hombre, en el buen sentido esta vez). Muy recomendable también

domingo, 7 de octubre de 2007

La maldición del vampiro

Bram Stoker, autor de 'Drácula', dilapidó los dividendos que le devengó la novela y nada de lo que hizo luego mereció la pena

03.10.07 - MARTÍN OLMOS (ideal.es)

Bram Stoker se crió a base de sangrías y murió viendo vampiros, por lo que casi resulta natural que en la mitad del camino escribiese la novela 'Drácula'. El resto de su vida la vivió a la sombra de un comediante caprichoso y no dejó más obra de mención. Nació hace 160 años en la aldea de Clonfart, a un tiro de piedra de Dublín, y durante su infancia padeció tantas enfermedades que unas noches estaba en este mundo y otras más cerca del otro. Le tuvieron que enseñar las reglas profesores particulares porque estaba demasiado débil para caminar hasta una escuela.

Para confortarle, su padre le practicaba dolorosas sangrías con las que pretendía renovarle la 'cañería' y entretenía sus noches febriles con terroríficas historias gaélicas plagadas de 'dearg-dues', los tradicionales vampiros de las leyendas célticas, y de personajes como el traidor Murrogh O'Brien, que cuando fue decapitado en el condado de Limmerick, su amante se bebió su sangre porque no consideraba a la tierra digna de recibirla.

A pesar de todo, Stoker sanó y estudió matemáticas en el Trinity College, donde alternó con Oscar Wilde, que le presentó a Florence Balcombe, con la que se casó en 1878. Encontró empleo en la Administración y estiró las noches escribiendo relatos de terror hasta que el actor Henry Irving se cruzó en su camino. Irving era la sensación de la escena victoriana, una presencia imponente que estaba perfecto en el papel de Mefistófeles y de toda la caterva de villanos shakesperianos. Stoker se convirtió en su representante y administrador, oficio que incluía soportar su ego descomunal, atender sus caprichos y estar siempre dispuesto al elogio y a la servidumbre. Irving le dio mala vida pero le llevó a conocer el mundo de los liceos y de los salones; también el de las opieras y el de las casas de mala nota. En una de ellas, en París, pescó, la sífilis que con el tiempo le llevaría al otro barrio.

Un atracón de cangrejos

Una noche, después de un atracón de cangrejos que le produjo sueños febriles, vio en una pesadilla a una especie de rey de los vampiros que salía de su tumba en busca de sangre. Sobre esa imagen empezó a construir al Conde Drácula, basándose en el folclore pagano de los nosferatus rumanos y en la figura, que le sugirió el historiador húngaro Vámbery, del Príncipe Vlad de Valaquia, que combatió con ferocidad al turco en los Balcanes a mediados del siglo XV. Stoker no se inventó los cuentos de vampiros pero escribió la versión canónica. Hasta llegar a Drácula asomaron vampiros en la Grecia clásica, en el relato de Flegón sobre la novia Filinia; en el romanticismo alemán, en 'La esposa de Corinto' de Goethe y en los poemas de Bürger y Ossenfelder; en 'Justine', del Marqués de Sade; en 'El vampiro' del doctor Polidori, el extraño secretario de Lord Byron; en 'Camilla', de Sheridan LeFanú; en toda la novela gótica y en 'El Horla', de Maupassant, que también sucumbió a la sífilis. Sin embargo, Drácula unía a su linaje antiguo y salvaje la desenvoltura mundana de Henry Irving y el aire decadente de Franz Liszt, sin dejar de representar la maldad en estado puro. La novela se publicó en 1897 y los elogios de Oscar Wilde y Arthur Conan Doyle ayudaron a su difusión; sin embargo, Henry Irving apenas le echó un vistazo de rondón y no quiso ni oír hablar de interpretar al conde en la versión teatral. Stoker no administró con juicio los dividendos que le devengó 'Drácula' y nada de lo que escribió después mereció la pena. La muerte de Irving en 1909 le dejó sin empleo y se pasó sus últimos años coqueteando con sectas ocultistas de medio pelo y dándose al opio.

Locura

La muerte le alcanzó en 1912, en abril, en Londres, en una pensión de tres chelines y un jergón compartido con una familia de pulgas. La noche que murió, un vampiro le fue a visitar para atestiguar su agonía. Stoker, aterrorizado, le señaló y le delató llamándole «¿strigoi, strigoi!» (vampiro en rumano), pero el médico que le asistía concluyó que la sífilis le había vuelto orate.

El pobre Bram Stoker murió como Renfield, el loco de su novela al que nadie creía cuando anunciaba desde su celda del manicomio el advenimiento del vampiro, y no como Van Helsing, el campeón de la estaca. Y le regaló a la posteridad un fin dramático con el que dar que escribir.

domingo, 23 de septiembre de 2007

Muere el mimo francés Marcel Marceau

  • En EEUU su movimiento la 'marcha contra el viento' marcó una revolución teatral
  • Admiraba a los "artistas silenciosos" del cine mudo como Chaplin, Keaton o Langdon

AGENCIAS

PARÍS.- El mimo francés Marcel Marceau, conocido en particular por su personaje de Bip, inspirado en Charlie Chaplin, ha fallecido a los 83 años, según anunciaron fuentes de su familia. El comunicado de la familia no da detalles sobre la causa de su muerte.
Marcel Marceau, conocido como el mimo Marceau, llegó a lo más alto paseando entre la gente al personaje de 'Bip' que le había hecho célebre.
El artista, que será enterrado en los próximos días en el cementerio parisino de Père Lachaise, era uno de los artistas franceses más conocidos en el mundo, en particular en Estados Unidos.
El actor, nacido en Estrasburgo el 22 de marzo de 1923, se había convertido en uno de los artistas franceses más conocidos en el mundo, en particular en Estados Unidos donde su movimiento de la "marcha contra el viento" marcó una revolución en la escena teatral, que inspiró por ejemplo el 'Moonwalk' de Michael Jackson.
Marceau originalmente se llamaba Mangel pero cambió de apellido para escapar durante la Segunda Guerra Mundial a la persecución de los judíos por los nazis, que asesinaron a su padre en 1944, deportado al campo de concentración de Auschwitz.
Desde pequeño había admirado a los "artistas silenciosos" del cine mudo como , Buster Keaton o Harry Langdon, a los que se esforzó en imitar.
En 1946 entró en la escuela de arte dramático Charles Dullin, donde trabó una relación especial con el profesor Etienne Decroux y un año más tarde creó el personaje de 'Bip', un ser marcado por la sensibilidad y la poesía que le permitió explorar la sociedad moderna centrándose en su dimensión trágica.
En el cine trabajó con el director Roger Vadim en 'Barbarella' (1968) y con Mel Brooks en 'La Dernière folie' (1976), dos cintas que contribuyeron todavía más a su fama internacional. En 1978 creó en París una escuela de mimo en la que enseñaba la gramática de este arte para perpetuar el relevo.
La gran figura del mimo francés afirmaba que "la palabra no es necesaria para expresar lo que se siente en el corazón".

sábado, 25 de agosto de 2007

Eva Mendes, una belleza más de «The Spirit»

EFE/Los Ángeles
Eva Mendes se ha sumado al reparto de bellezas que figuran en "The Spirit", adaptación del popular cómic de Will Eisner que el también dibujante y ahora director de cine Frank Miller llevará a la pantalla.
Según confirma hoy la revista Variety, la intérprete de origen cubano y Scarlett Johansson serán las mujeres fatales de esta cinta.
"The Spirit", una de las obras maestras de la historieta, transcurre en los años 40 en Estados Unidos y se centra en la historia de un policía al que todos dan por muerto, situación que él aprovecha para luchar contra el mal oculto tras un antifaz. Samuel L.Jackson y Gabriel Macht también forman parte del reparto, donde este último se encargará del papel protagonista.
El rodaje comenzará el próximo octubre en el Estado norteamericano de Nuevo México con guión de Miller para un estreno previsto en 2009. El autor de cómics como "Elektra", "300" o "Batman, el regreso del señor de la noche", llevados a la pantalla, se pasó al campo de la dirección cinematográfica de la mano de Robert Rodríguez con la adaptación de su cómic "Sin City" (2005), que codirigió con el realizador hispano.
Uno de los últimos trabajos de Mendes, que está entre las actrices más buscadas del momento, la devolvió al campo de la historieta al protagonizar junto a Nicolas Cage la película "Ghost Rider (El motorista fantasma)".

lunes, 30 de julio de 2007

The Book of Urizen: The Web of Religion


William Blake, 1794

El libro de Urizen, Capítulo V

1. Aterrado, Los retrocedió ante su tarea:
su gran martillo cayó de su mano:
sus llamas le vieron, y, desfalleciendo,
escondieron en la humareda
sus miembros poderosos.
Pues, con un estrépito de ruinas, ensordecedor,
con choques, golpes, gemidos,
el Inmortal soportaba sus cadenas,
a pesar de estar ligado por un profundo sueño.

2. Todas las miríadas de la Eternidad,
toda la sabiduría y toda la alegría de la vida
rodaban como un Océano alrededor de él,
excepto aquello que los pequeños orbes
de su vista le desvelaban gradualmente.

3. Y ahora, su Vida eterna
se borró como un sueño.

4. Estremeciéndose, el Profeta eterno asestó
el golpe desde su región del norte a la del sur.
El fuelle y el martillo permanecían ahora callados.
Un silencio sin vigor embargaba su voz pofética;
en una fría soledad, en un vacío oscuro,
el Profeta eterno y Urizen se encontraron encerrados.

5. Edades y más edades rodaron sobre ellos,
separados de la vida y de la luz, helados
en formas horribles y monstruosas.
Los dejó que sus llamas se consumieran;
después, miró hacia atrás con un ansioso deseo,
pero el Espacio, que la existencia no dividía,
llenó su alma de horror.

6. Los lloró oscurecido por su pesadumbre;
su pecho fué presa de cataclismos de suspiros.
Vió a Urizen cadavérico, negro,
sujeto por cadenas, y la Piedad nació.

7. Dividiéndolo, dividiéndolo entre sus angustias
(pues la Piedad divide el alma),
en medio de torturas, eternidad sobre eternidad,
la vida chorreó en cataratas de arriba a abajo de sus escarpados.
El Vacío hizo contraerse la linfa en nervios
que erraron a lo largo, sobre el seno de noche,
y que dejaron un globo redondo de sangre
temblando sobre el vacío.
Así el Profeta eterno quedó escindido
ante la imagen cadavérica de Urizen.
Pues, entre tinieblas y nubes cambiantes,
por debajo, en una noche invernal,
el abismo de Los se extendía, inmenso;
y, tan pronto visibles, como tan pronto escondidas a los ojos
de los Eternos, las visiones lejanas
de la sombría separación aparecían.
Lo mismo que unas lentes descubren mundos
en el abismo sin fin del espacio,
lo mismo los ojos expansionadores de los Inmortales
veían las visiones sombrías de Los
y el globo de sangre vital que temblaba.

8. El globo de sangre vital temblaba,
ramificándose en raíces
fibrosas retorcidas sobre los vientos,
fibras de sangre, de leche y de lágrimas,
en medio de torturas, eternidad sobre eternidad.
Al fin, tomando cuerpo en las lágrimas y los gritos,
una forma de mujer, temblorosa y pálida,
vaciló ante su rostro de muerte.

9. Toda la Eternidad se estremeció al ver
la primera Mujer, ahora separada,
pálida como una nube de nieve,
vacilante ante el rostro de Los.

10. La maravilla, el terror, el miedo, el asombre
petrificaron a las miríadas de los Eternos,
al ver la primera forma femenina, ahora separada.
La llamaron Piedad y huyeron.

11. «¡Desplegad una tienda y cortinas espesas en torno a ellos!
Que cuerdas y picas encierren el Vacío
a fin de que los Eternos no puedan volverlo a ver.»

12 Comenzaron a tejer cortinas de oscuridad,
elevaron grandes pilares en tomo al vacío;
las sujetaron con garfios de oro.
Con infinito trabajo, los Eternos
tejieron una tela y la llamaron la Ciencia.

Versión de Gabriel Celaya

sábado, 21 de julio de 2007

contra la censura de El Jueves

Me permito cambiar la línea de mensajes publicados en este blog para mostrar mi apoyo a “El Jueves” y defender su derecho a caricaturizar a quienes le da la real gana.


Una pregunta ¿porqué hacer ironía sobre lo que hipotéticamente podrían decir dos personas casadas mientras follan es un atentado al honor? ¿por qué no lo son los hachazos que en campaña electoral lanzan los diarios politizados a los del "otro lado" y que a veces no están bien documentados? O los comentarios que hacen en El Tomate sobre todo tipo de personas.

Estoy de acuerdo en que el referendum constitucional constituyó un apoyo preciso del pueblo a que Juan Carlos ocupara el cargo de rey. Eso no quita que sean preferibles las repúblicas a las monarquías.

No me extiendo en ello ya que el asunto de hoy es sin duda el retorno de la censura. ¿por qué?

Lean al respecto el post de Rafael Reig, que lo explica muy clarito. Se opone a la acción de censura y no deja títere con cabeza: "El poco, poquísimo respeto que teníamos hacia la Corona, Sus Esquiadoras Majestades, el Madelman Príncipe y la reales personas ha disminuido más si cabe." ¿Será también "secuestrado"?

Les confieso una cosa, ¿recuerdan aquel mensaje sobre Condoleeza?, pues a mi me pasa lo mismo con la princesa, me pone muy burro.

sábado, 14 de julio de 2007

Frank Miller hará un film noir


“Trouble is my business”, una de las novelas de detectives de Raymond Chandler, sería el primer proyecto que llevaría al cine Frank Miller como director, antes incluso que su adaptación del comic The Spirit o, la por ahora aplazada, Sin City 2.

Así, Miller revivirá al detective Phillip Marlowe, que sería intepretado por Clive Owen. Anteriormente el detective ha sido encarnado por Humphrey Bogart (The Big Sleep, 1946), Dick Powell (Murder, My Sweet, 1944) y Robert Mitchum (Farewell, My Lovely, 1975), por citar sólo algunos.

“Miller sabe de cine negro más que nadie que haya conocido, y está claro que el estilo de Chandler ha sido para él una enorme influencia en su vida y en su trabajo”, afirma Owen en declaraciones a Variety. “Que Miller adapte a Chandler me parece una combinación perfecta”. Después de ver el trabajo y renovación que introdujo Miller en el mundo de la historieta, queda por ver que propondrá en su nueva faceta tras las cámaras.

miércoles, 4 de julio de 2007

Die Roboter - Krafwerk



“Yo soy Ubik.

Antes de que el universo existiera, yo existía. Yo hice los soles y los mundos.Yo creé las vidas y los espacios en los que habitan. Yo las cambio de lugar a mi antojo. Van donde yo dispongo y hacen lo que yo les ordeno. Yo soy el verbo, y mi nombre no puede ser pronunciado. Es el nombre que nadie conoce.

Me llaman Ubik, pero Ubik no es mi nombre.

Soy. Seré siempre”

domingo, 24 de junio de 2007

Caballero Oscuro, rueda de prensa

Extracto de la conferencia de prensa realizada en Chicago con Christopher Nolan, Christian Bale y otros.

sábado, 16 de junio de 2007

Batman renueva su vestuario y el Joker ya tiene coche


15/06/2007 - 13:12
OTR PRESS
Primera imagen del nuevo traje que lucirá Batman en su próxima, que no última, aventura cinematográfica, 'The Dark Knight', la secuela de Batman Begins que volverá a dirigir Christopher Nolan y a protagonizar Christian Bale. En ella, además de estrenar vestuario, el caballero de la noche se las verá con su archienemigo más emblemático, el Joker, al que dará vida Heath Ledger, y que también está de estreno. Y es que, en este afán por ir levantado rumores y expectación meses e incluso años antes de que la película llegue a los cines, se ya se han difundido las primeras imágenes del que podría ser el 'Jokermovil'.

El nuevo traje que lucirá Christian Bale en 'The Dark Knight', está compuesto de 200 piezas individuales de caucho, fibra de vidrio, nilón y materiales metálicos, es menos rígido y presenta sutiles novedades respecto a los diseños anteriores. La fotografía que está dando la vuelta al mundo aparece en el último número de la revista 'Entertainment Weekly', y, según pudo comprobar OTR/Press, revela algunos detalles como que este nuevo diseño permite al actor mover el cuello, algo que no podía hacer con el traje anterior, tiene unas hombreras mucho más pronunciadas o que cuenta con cuchillas retráctiles en los guantes.

Estas novedades en el traje del superhéroe no salen de la nada y encajan perfectamente en la historia de la película, donde Morgan Freeman, volverá a dar vida Lucius Fox, el ingeniero militar que provee de 'gadgets' al hombre murciélago. El que también aportará novedades, más allá de su mera presencia, es el Joker. El personaje al que dará vida Heath Ledger, el rubio de 'Brokeback Mountain', será mucho más oscuro y terrorífico que el que magistralmente encarnó Jack Nicholson en la versión de 1989 y además tendrá su propio coche.

Ya están circulando por la red las imágenes del jokermóvil, el vehículo que se las verá con el mítico batmóvil. Será un coche estilo retro, similar a los que conducían los gansters en los años 30, y completamente morado, a juego con el vestuario tradicional del villano. Pero para ver todas estas novedades en acción tendremos que esperar todavía más de un año, ya que 'The Dark Knight' no se estrenará hasta el 18 de julio 2008.

viernes, 8 de junio de 2007

El vampiro de Polidori y Stoker por F. Frazetta

Uno de los mitos del terror donde se mezcla eros y tánatos. Contiene metáforas esenciales de la cultura, como el rol de la sangre como fluido esencial de la vitalidad de los cuerpos. La relación entre el hombre y el vampiro sería posteriormente reelaborada en el siglo XX con el superhéroe oscuro: Batman, acaso un nieto lejano de la criatura de Polidori.

miércoles, 6 de junio de 2007

Javier Azpeitia publica 'Nadie me mata', una 'novela policíaca filosófica'


El escritor Javier Azpeitia presentó hoy su nueva obra, 'Nadie me mata', 'una novela de intriga con matices filosóficos' protagonizada por un hombre que se encarna en cuerpos diferentes en cada despertar, y situada en un Madrid dantesco azotado por el terrorismo y la gripe aviar.

La novela, ambientada en el barrio de la Latina en la época actual, es la 'más personal' de Azpeitia (Madrid, 1963), fruto de su nostalgia hacia esta zona de la capital, en cuyos bares pasó 'gran parte de su juventud, acompañado de los personajes y camareros que aparecen en la historia'.

La trama de 'Nadie me mata' (Tusquets) es 'la búsqueda del yo', según afirmó el escritor y crítico literario Rafael Reig, que acompañó al autor en la presentación de la obra y la definió como 'un thriller con carácter filosófico, narrada a través de una voz que se reencarna en diferentes cuerpos'.

El protagonista y narrador de la historia se despierta al comienzo de cada capítulo sin saber quién es y dónde se encuentra, de modo que ha de enfrentarse a interrogantes sobre su pasado y su misión en el presente, en una búsqueda que siempre le conduce hacia la misma mujer y hacia el mismo hecho terrible: un asesinato.

En las sucesivas reencarnaciones, que le llevan a vivir la misma situación desde el punto de vista de los diferentes protagonistas, el desconcertado protagonista irá reuniendo pistas del puzzle de su identidad, con las que tratará de evitar el crimen que se repite a cada ocasión.

La estructura narrativa de 'Nadie me mata', con ingredientes oníricos y fantásticos, trata de reflejar 'lo ficticio de la identidad', según Azpeitia, que añadió que 'del mismo modo que son ficticios las novelas y los sueños, todos creamos nuestro personaje'.

La trama y el ritmo de la novela, propios de la literatura policíaca o de misterio, fueron una 'necesidad narrativa' para Azpeitia, que afirmó que 'para hablar de cosas abstractas, hay que hacerlo en forma de 'thriller''.

El autor reconoció como fuente de inspiración de su novela el relato 'El jardín de los siete crepúsculos' del escritor barcelonés Miquel de Palol, y también citó como 'eterna inspiración' la obra 'La vida es sueño', de Calderón de la Barca.

Javier Azpeitia se dio a conocer en el panorama literario en 1996 con la novela 'Hipnos', que obtuvo el Premio Hammett Internacional de Novela Negra de ese año, y su siguiente novela, 'Ariadna en Naxos', también logró buena acogida entre la crítica especializada.


El autor de 'Nadie me mata' es además filólogo, editor y subdirector de la editorial Lengua de Trapo.

fuente: Terra

domingo, 3 de junio de 2007

El 2008 se estrena Batman The Dark Knight


Fuente: canal13

Batman The Dark Knight es la segunda parte de esta zaga que trae de regreso al hombre murciélago, interpretado por Cristhian Bale y se espera su estreno para julio del próximo año.


En esta oportunidad el superhéroe continúa con bastante éxito su lucha contra el crimen en Ciudad Gótica, sin embargo, esta vez deberá enfrentar a un temido villano, el Guasón interpretado por Head Ledger.


Batman The Dark Knight trae un reparto de lujo, pues además de sus protagonistas la cinta cuenta con la participación de Michael Caine, Gary Oldman y Morgan Freeman.


Batman regresa con todo el 2008, ahora sólo nos queda disfrutar de este adelanto, no te lo pierdas : http://enescena.canal13.cl/espectaculos/enescena/html/Cine/Itplqvideo_izq_tplAidqhttpiSScallisto_unete_cli8080SramgenScanal13Sdisco14SentretencionSenescenaSar0530_batman_rmAtqSCineS305636.html

domingo, 27 de mayo de 2007

Alan Moore - From Hell

Alan Moore y Eddie Campbell
Título original: From Hell
Planeta DeAgostini, 2001

Se respira en From Hell la voluntad de hacer una gran obra, la pretensión -cumplida- de crear un tebeo que trascienda y se convierta en punto de referencia. Es otra pica más clavada por Alan Moore en su ambición de crear la Novela Gráfica Definitiva.

From Hell surge del empeño de Moore por escribir una obra compleja y lúcida sobre el asesinato, para la que, puestos a la tarea, recurrió al más famoso asesino en serie de la historia, Jack el Destripador, y concebida en una época -finales de los 80- en la que un optimista Moore creía firmemente en la madurez recién alcanzada del medio historieta como instrumento de narración de cualquier historia, madurez a la que él había contribuido en gran medida. No podía sospechar Moore que esos hallazgos de los 80 se verían arruinados en los 90, década de vacuidad y estulticia en los comics, ejemplarizada por una editorial, Image, a la que habría de unirse el propio Moore en su humano afán de ganarse la vida haciendo su trabajo y cuyas premisas temáticas y estilísticas reconducirá él mismo con un golpe de timón maestro con sus America's Best Comics a principios de los 2000.

Tampoco podía sospechar el de Northampton que el desarrollo y conclusión de From Hell requeriría diez años, además de una cansina peregrinación por tres editoriales diferentes y que el espíritu de la propia obra le conduciría a un proceso de reflexión interna que le llevaría a cuestionar la realidad tal y como la entendemos y a tomar la decisión de convertirse en -sí- mago. Porque en From Hell, el tebeo resultante, no sólo se reflexiona sobre el asesinato, sino también sobre las estructuras mismas de la realidad y su percepción, todavía más enraizadas en el pensamiento mágico de lo que nos atrevemos a cuestionar desde nuestra sociedad tecnificada y racionalista. De hecho, en ese dilatado lapso de tiempo que tarda la obra en completarse sufre transformaciones internas y, si al principio percibimos a un Moore más exhaustivo y racional, hacia el final del libro se muestra menos técnico, más despreocupado al ficcionalizar la supuesta realidad que está recreando. Esto no supone, sin embargo, y es otra de las muestras de genialidad del británico, que en la obra se rompa el ritmo que tantos años de trabajo interrumpido podría conllevar. Al contrario: From Hell resulta inquietantemente coherente de principio a fin.

Entrando en materia narrativa propiamente dicha, From Hell, constituye un fresco impresionante y minucioso del Londres victoriano, visto desde el punto de vista de un narrador omniscente que viaja desde los callejones más míseros de la época hasta los fríos salones del palacio de Buckingham, deteniéndose de vez en cuando para introducir en la trama a personajes reales, del Hombre Elefante a Oscar Wilde, cuya presencia otorga a la obra una veracidad que la hace trascender del ámbito de la ficción, cuestión no explicitada pero sí capital en From Hell. Un narrador que además reflexiona en forma de viñetas y palabras sobre las fuerzas ocultas en la sombra que manejan los hilos del poder; sobre la -entonces incipiente- influencia de los medios de comunicación en la sociedad y sobre la morbosa y acaso irresistible atracción de la figura del asesino, que lleva a decenas de anónimos ciudadanos a identificarse con sus hazañas y a proclamar algo así como que "todos somos Jack".

Hablábamos sobre la ficcionalización de la realidad y me gustaría detenerme un poco en este punto, ya que lo considero parte básica de la cimentación sobre la que se sostiene From Hell. Efectivamente, Moore despliega un conocimiento enciclopédico sobre Jack y su época, conocimiento evidenciado casi de forma exhibicionista en los interesantísimos apéndices, pero él mismo acaba por reconocer que tanta erudición termina resultando baldía, en la medida de que, para la recreación de los hechos que él se ha propuesto convertir en tebeo, existen demasiadas zonas oscuras que hay que rellenar con ejercicios especulativos, lo cual no debería ser condenable en From Hell, como ejercicio de ficción que es, pero sí en los textos que le sirven de base histórica, poblados también de conjeturas imposibles de probar. Así, termina por reconocer un Moore resignado, la historia de Jack el Destripador no es su historia, sino la interpretación de ella que, a partir de unos hechos -los asesinatos- gran cantidad de investigadores sobre el caso han escrito. La historia como ficción, pues. Esta teoría queda reflejada en el poco piadoso epílogo de la obra, "Dance of Gull Catchers", en la que Moore tiene la honestidad de introducirse a él mismo y a Campbell como otros más de los aventureros, bienintencionados o no, que han hecho fama y/o fortuna a causa de unos hechos tan luctuosos como las peripecias del Destripador. (Resulta especialmente significativa la viñeta en la que aparece un cartel que anuncia: "Pronto, From Hell, la película". No sabemos si cuando se dibujó esa viñeta ya habían Moore y Campbell vendido los derechos del tebeo para una producción cinematográfica, aunque no importa, porque una cosa es cierta: los dos británicos se han sacado una pasta gracias al hecho de que hace cien años cinco mujeres fueron asesinadas.)

De este modo, From Hell se convierte en dos obras diferentes, según el lector haya leído los apéndices o no: por un lado, una simple recreación de la carrera del Destripador; por otro, eso mismo y una afilada reflexión sobre la naturaleza de la creación de los mitos. Es significativo que para su definitiva recopilación en tomo, Moore dudase en incluir o no los apéndices, inclinándose finalmente por la primera opción, lo que demuestra la ambición del autor de que From Hell no sea sólo un tebeo -uno de los mejores de la historia del medio, por cierto- sino también un ejercicio teórico sobre los mitos digno de ser considerado un ensayo antropológico en toda regla.

Ante la tarea de Moore palidece, a pesar de lo voluntarioso de su aportación, el trabajo en el apartado gráfico de Eddie Campbell, dibujante de trazo tembloroso y confuso que -da la impresión- no ha llevado bien la disciplina que requería From Hell. A veces, en sus páginas se respira la impaciencia por terminar una viñeta y pasar a la siguiente. No obstante, sólo la determinación de concluir una obra de semejante complejidad le hace merecedor de un aplauso.

Respecto a la publicación en castellano de la obra, que el lector no especializado no se deje desorientar. From Hell fue originalmente editado por Planeta deAgostini entre 1999 y 2000 en cinco volúmenes de cadencia bimestral -lastrados por errores editoriales, por cierto-, alguno de los cuales ya se encuentra agotado. Por suerte, parece que los señores Rodríguez y Pece están interesados en hacer las cosas bien, para variar, y tomando como excusa el inminente estreno de la película -muy libremente inspirada en el tebeo, se dice- han tomado la decisión de corregir aquella chapuza y hacer llegar al lector la obra en el formato adecuado para ella: la del tomo unitario. Incluyendo, además, las páginas que Campbell ha redibujado recientemente sobre la base de sus últimos hallazgos documentales. (Que si áquel personaje llevaba siempre sombrero y no se le había dibujado... En fin.)

Un último comentario: From Hell no es una lectura fácil. Está en las antípodas de la transparencia conceptual y gráfica de un, digamos, Tom Strong, por citar otra obra de Moore. Es un tebeo de apariencia árida y denso respirar. Insistiremos, para convencer a los indecisos, en una cuestión no siempre comprendida: a veces el mayor placer se extrae del mayor esfuerzo. From Hell requiere tiempo y dedicación, pero esa inversión, sin ninguna duda, es ampliamente recompensada. Estas viñetas, una vez recorridas, serán difíciles de olvidar.

Valentín Vañó en Bibliópolis

viernes, 25 de mayo de 2007

Darth Vader: la fuerza del olvido


Aunque se está hablando hasta la extenuación del 30 aniversario de Star Wars, muchos de los actores que la protagonizaron han pasado totalmente al olvido, de entre todos los personajes el mas característico de la saga fue Darth Vader, con el que precisamente Lucas se vió obligado a cerrar su segundo ciclo de películas.




La Gaceta de Tucumán hace un repaso por todos los olvidados:

Quedaron en el olvido casi todos los protagonistas“La Guerra de las Galaxias”. Excepto Harrison Ford, que interpretó a Han Solo, el resto de los actores de las películas originales de George Lucas no tuvieron mucha suerte en Hollywood. Sin cara ni voz

LOS ANGELES.- La luz de la mayor parte de las estrellas de “La Guerra de las Galaxias” se apagó. Tras ocupar la pantalla en una de las películas más exitosas de la historia del cine, sus figuras fueron desvaneciéndose, y en muchos de los casos son sólo un recuerdo para algunos fanáticos del filme.
De la constelación que guió George Lucas, saltó con suerte sólo Harrison Ford. Con su personificación del temerario Han Solo, Ford pudo disfrutar de las mieles del éxito, y continuar con una carrera exitosa en el cine, no como sus compañeros de elenco.
Mark Hamill, por ejemplo, fue el joven héroe Luke Skywalker en las tres primeras películas de la saga, y luego tuvo algunas apariciones en varias series televisivas y en el teatro. Pero su papel más importante desde entonces no lleva su rostro, sino su voz: hace doblajes de personajes animados como “Batman”.
El actor, de 55 años, sigue padeciendo por el papel que en 1977 hizo en “La Guerra de las Galaxias”, según consignó el sitio “laflecha.net”. “Todavía veo madres en supermercados que me reprenden porque su hijo acaba de gastarse su dinero para la universidad en comprar una réplica del sable luminoso”, comentó.
Carrie Fisher, que interpretó a la Princesa Leia, contó en un libro recientemente publicado sobre la realización de “La Guerra de las Galaxias” que nunca pudo imaginar que la película se convertiría en un éxito.
Fisher pudo seguir trabajando como actriz, con pequeños papeles en películas como “Hannah y sus hermanas” (1986), de Woody Allen, o la comedia “Cuando Harry conoció a Sally” (1990). Pero ha disfrutado de más éxito como escritora, con el best-seller “Postcards from the Edge”, que fue llevado al cine en un filme protagonizado por Meryl Streep.
Llamativamente, algunos de los roles principales recayeron en actores cuyos rostros nunca fueron vistos. Fue el caso del ex levantador de pesas británico David Prowse, que interpretó a Darth Vader y que nunca fue visto ni oído por la gente, ya que Lucas optó por el actor James Earl Jones para ponerle la voz amenazadora a Vader.
Kenny Baker, el pequeño actor que interpretó al robot R2-D2, y Anthony Daniels, su compañero C-3PO, son los únicos dos actores que integran el reparto de las seis películas de la saga. (Especial)

domingo, 20 de mayo de 2007

Druuna en la web

A continuación un enlace a una web dedicada a Druuna, heroína de ciencia ficción surgida de la mente y el lápiz de Serpieri, cuyas historias mezclan erotismo explícito y desolación en un ambiente frecuentemente trufado de seres metálicos.

druuna, planeta prohibido

lunes, 7 de mayo de 2007

Curso de Relato Negro en Hotel Kafka

Hotel Kafka inaugura mayo con una importantísima novedad, un curso único en el panorama literario español: el primer seminario de True Crime , coordinado por Rafael Reig, cuenta con autores de la talla de Lorenzo Silva y Juan Madrid y la colaboración de profesionales relacionados con la investigación criminal que aportarán una valiosa información a la hora de construir un relato verosímil. Está destinado no sólo a jóvenes autores interesados en el género negro, también a guionistas de cine y TV y a amantes de la literatura en general. El comienzo del curso está muy cercano ¡aprovecha esta oportunidad!


sábado, 31 de marzo de 2007

El asesino de cisnes (Villiers de L'Isle Adam)

Villiers de L'Isle Adam

Los cisnes comprenden los signos.
Victor Hugo, Les Misérables


A fuerza de consultar tomos de Historia Natural, nuestro ilustre amigo, el doctor Tribulat Bonhomet había terminado por aprender que «el cisne canta bien antes de morir». Efectivamente, -nos confesaba aún en fechas recientes- desde que la había escuchado, sólo esa música le ayudaba a soportar las decepciones de la vida, y cualquier otra ya no le parecía sino una cencerrada, puro «Wagner».

¿Cómo había conseguido esa alegría de aficionado? Así: En los alrededores de la antiquísima ciudad fortificada en la que vive, el práctico anciano había descubierto un buen día en un parque secular abandonado, a la sombra de grandes árboles, un viejo estanque sagrado, sobre el sombrío espejo del cual se deslizaban doce o quince apacibles aves; había estudiado meticulosamente los accesos, calculado las distancias, observado sobre todo al cisne negro, el vigilante, que dormía, perdido en un rayo de sol. Éste, permanecía todas las noches con los ojos bien abiertos con un guijarro en su largo pico rosa, y si la más mínima alarma le revelaba peligro para aquellos a quienes guardaba, con un movimiento del cuello, lanzaba bruscamente al agua el guijarro, en mitad del blanco círculo de los dormidos para que los despertara: al oír aquella señal, el grupo, guiado por su guardián, habría echado a correr en medio de la oscuridad hacia avenidas profundas, hacia lejanos céspedes, hacia alguna fuente en la que se reflejaban grises estatuas, o hacia cualquier otro refugio conocido por su memoria. Y Bonhomet los había contemplado largo rato en silencio, sonriéndoles incluso. ¿No era, pues, con su último canto con el que, como perfecto diletante, soñaba regalarse muy pronto los oídos?

A veces, pues, cuando sonaban las doce de alguna otoñal noche sin luna, fastidiado por el insomnio, Bonhomet se levantaba de repente y se vestía de forma especial para asistir al concierto que necesitaba volver a escuchar. Tras introducir sus piernas en descomunales botas de goma forradas que prolongaba, sin sutura, una ancha levita impermeable convenientemente forrada también, el huesudo y gigantesco doctor introducía las manos en un par de guanteletes de acero blasonado provenientes de alguna armadura de la Edad Media (guanteletes de los que se había convertido en feliz propietario después de abonar treinta y ocho hermosas monedas -¡Una locura!- a un anticuario). Hecho esto, se ceñía su amplio sombrero moderno, apagaba la vela, descendía y, con la llave de su casa en el bolsillo, se encaminaba, a la burguesa, hacia la linde del parque abandonado.

Enseguida, se introducía por oscuros senderos hacia el retiro de sus cantantes favoritos, hacia el estanque cuya agua poco profunda, y bien sondeada por todas partes, no le pasaba de la cintura. Y, bajo la bóveda de arboleda próxima a los aterrajes, ensordecía sus pasos al pisar ramas secas. Cuando llegaba al borde del estanque, lenta, muy lentamente -¡sin hacer ruido alguno!-, introducía una bota, luego la otra, y avanzaba dentro del agua con precauciones inauditas, tan inauditas que apenas se atrevía a respirar. Como el melómano ante la inminencia de la cavatina esperada. De tal manera que, para dar los veinte pasos que le separaban de sus queridos virtuosos, empleaba normalmente entre dos y dos horas y media, hasta tal extremo temía alarmar la sutil vigilancia del guardián negro. El soplo de los cielos sin estrellas agitaba lastimeramente las altas ramas en la oscuridad que rodeaba el estanque, pero Bonhomet, sin dejarse distraer por el misterioso susurro, seguía avanzando insensiblemente y tan bien que, hacia las tres de la madrugada, se encontraba, invisible, a medio paso del cisne negro, sin que éste hubiera percibido ni el más mínimo indicio de su presencia. Entonces, el buen doctor, sonriendo en la oscuridad, arañaba suave, muy suavemente, rozando apenas con la punta de su índice medieval, la superficie anulada del agua, delante del vigilante... Y arañaba con tal suavidad que éste, aunque algo sorprendido, no juzgaba esta vaga alarma como de una importancia digna de lanzar el guijarro. El cisne escuchaba. A la larga, cuando su instinto se percataba vagamente de la idea de peligro, su corazón, ¡oh! su pobre corazón ingenuo se ponía a latir horriblemente, lo que llenaba de júbilo a Bonhomet. Y los bellos cisnes, uno tras otro, perturbados por ese ruido en lo profundo de su sueño, sacaban ondulosamente la cabeza de debajo de sus pálidas alas plateadas y bajo el peso de la sombra de Bonhomet, entraban poco a poco en un estado de angustia, percibiendo no se sabe qué confusa consciencia del mortal peligro que los amenazaba. Pero, en su infinita delicadeza, sufrían en silencio como el vigilante, al no poder huir puesto que el guijarro no había sido lanzado. Y todos los corazones de aquellos blancos exiliados se ponían a dar latidos de sorda agonía, inteligibles y claros para el oído maravillado del excelente doctor que sabía muy bien lo que moralmente les producía su cercanía y se deleitaba, en pruritos incomparables, con la terrorífica sensación que su inmovilidad les hacía padecer.

«¡Qué dulce resulta estimular a los artistas!» se decía en voz baja. Tres cuartos de hora, más o menos, duraba este éxtasis que no habría cambiado ni por un reino. ¡De repente, un rayo de la Estrella de la Mañana, deslizándose entre las ramas, iluminaba de improviso a Bonhomet, así como las aguas negras y los cisnes con ojos repletos de sueños! El vigilante, aterrorizado por aquella visión, arrojaba el guijarro... ¡Demasiado tarde!... Con un grito horrible en el que parecía desenmascararse su almibarada sonrisa, Bonhomet se precipitaba, con las garras en alto y los brazos tendidos, hacia las filas de las aves sagradas. Y eran rápidos los apretones de los dedos de acero de aquel paladín moderno, y los puros cuellos de nieve de dos o tres cantantes eran atravesados o rotos antes de que se produjera el vuelo radiante de los demás pájaros-poetas. Entonces, olvidándose del buen doctor, el alma de los cisnes moribundos se exhalaba en un canto de inmortal esperanza, de liberación y de amor, hacia los Cielos desconocidos.

El racional doctor sonreía de este sentimentalismo del que, como serio conocedor, sólo se dignaba saborear una cosa: EL TIMBRE. No apreciaba musicalmente nada más que la singular suavidad del timbre de aquellas simbólicas voces, que vocalizaban la Muerte como una melodía. Con los ojos cerrados, Bonhomet aspiraba en su corazón las vibraciones armoniosas, luego, tambaleándose, como en un espasmo, iba a dejarse caer en la orilla del estanque, se tendía sobre la hierba, se acostaba boca arriba, dentro de sus ropas cálidas e impermeables. Y allí, aquel Mecenas de nuestra era, perdido en un torpor voluptuoso, volvía a saborear en lo más recóndito de su ser el recuerdo del canto delicioso -aunque viciado por una sublimidad según él pasada de moda- de sus queridos artistas. Y, reabsorbiendo su comatoso éxtasis, rumiaba así, a la burguesa, aquella exquisita impresión hasta el amanecer.

jueves, 22 de marzo de 2007

Los '300', imbatibles hijos de Hércules

P.A. Ruiz/ M. Otero/ D. López Valle
Los 300 espartanos de Leónidas I frenaron el expansionismo persa en la batalla de las Termópilas. La contienda inspiró a Frank Miller en su célebre cómic y ahora al director Zach Snyder

En el siglo V a.C., un grupo de irreductibles helenos de la península del Peloponeso mantenía su oligarquía bélica al margen de la democracia que se implantaba poco a poco en la órbita ateniense.

Los espartanos, descendientes directos del heroico Hércules, vivían por y para la guerra. Su fanatismo era tal que no dudaban en eliminar a sus congéneres si no servían para luchar. Pero gracias a ellos, la cuna de la civilización occidental se salvó de ser arrasada por la furia persa en el segundo empuje de las Guerras Médicas. Los espartanos frenaron el expansionismo de Jerjes I en el angosto valle de las Termópilas, en una batalla que duró cinco días y enfrentó a los 300 soldados de Leónidas I contra un millón de efectivos persas.

Así lo relató Heródoto en sus libros de historia, aunque no ha sido el único en aproximarse al sacrificio espartano. Frank Miller quedó abrumado por el esfuerzo de la guardia de Leónidas tras ver de pequeño El león de Esparta, un peplum dirigido por el polaco Rudolph Maté; y Zach Snyder, director del conseguido remake de El amanecer de los muertos, de George A. Romero, quedó, a su vez, impactado por la traducción que Miller hizo de la titánica contienda en su novela gráfica 300.

Épica y violencia

"Hemos tenido total libertad para filmar, y eso se nota en el éxito de 300", explicaba Snyder a este diario en Londres. De hecho, el proyecto vio la luz gracias al empaque del director, quien se comprometió en él hace ya cinco años.

La película, que llega hoy a nuestras pantallas, ha barrido en las taquillas de los países donde ya se ha estrenado. Sólo en su primer fin de semana en Estados Unidos recaudó 70 millones de dólares, dejando claro que al público poco le importan las críticas vertidas por su violencia; como tampoco el enfado del presidente de Irán, Mahmoud Ahmadinejad, enojado por la visión, cercana a la lascivia y la brutalidad, que se da de Jerjes I y los persas.

El fime, de todas modos, no se basa en hechos históricos y se permite licencias como decir que los espartanos defienden la democracia. Snyder no la definió mejor: es "una experiencia para disfrutar", que, además, llegará en breve a las pantallas de los cines Imax.

Una película de 1.300 tomas digitales

Más de 65 millones de dólares ha costado recrear la intensidad de 300. La película se rodó en 60 días en un estudio de Montreal, Canadá, y sólo se construyeron tres decorados. El resto, es obra y gracia del milagro digital. Se realizaron hasta 1.300 tomas de efectos digitales, en las que se tuvo en cuenta hasta el mínimo detalle: desde el color de las capas espartanas, la sangre, los torsos de los soldados hasta la virulencia de los enfrentamientos.

ENTRE MAIL: Zach Snyder, director de '300'

300 se estrena precedida de un éxito de taquilla, pero con las críticas del gobierno iraní.
Lamento de veras toda esta polémica. 300 es sólo una película, es entretenimiento. Si alguien se siente ofendido, pido disculpas, porque en ningún momento lo pretendimos.

Pero la imagen de los persas sale peor parada que la de los espartanos.
Se trata de una película fantástica. Ni nos hemos inspirado en fuentes verídicas ni hacemos alusión alguna a la realidad. Lo más parecido a 300 es una ópera.

Las escenas de las batallas están extremadamente cuidadas.
El aspecto visual ha sido básico al plantear el filme. Hemos buscado sorprender al espectador. Creo que el cine tiene que transmitir una experiencia distinta a alguna que se haya visto antes.

domingo, 18 de marzo de 2007

La muerta enamorada - Théophile Gautier

Me preguntas, hermano, si he amado; sí. Es una historia singular y terrible, y, a pesar de mis sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de este recuerdo. No quiero negarte nada, pero no referiría una historia semejante a otra persona menos experimentada que . Se trata de acontecimientos tan extraordinarios que apenas puedo creer que hayan sucedido. Fui, durante más de tres años, el juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, un pobre cura rural, he llevado todas las noches en sueños (quiera Dios que fuera un sueño) una vida de condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una sola mirada demasiado complaciente a una mujer pudo causar la perdición de mi alma; pero, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, pude desterrar al malvado espíritu que se había apoderado de mí. Mi vida se había complicado con una vida nocturna completamente diferente. Durante el día yo era un sacerdote del Señor, casto, ocupado en la oración y en las cosas santas. Durante la noche, en el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero, experto en mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor y blasfemo. Y cuando, al llegar el alba, me despertaba, me parecía lo contrario, que me dormía y soñaba que era sacerdote. Me han quedado recuerdos de objetos y palabras de esta vida sonámbula, de los que no puedo defenderme y, a pesar de no haber salido nunca de mi parroquia, se diría al oírme que soy más bien un hombre que lo ha probado todo, y que, desengañado del mundo, ha entrado en religión queriendo terminar en el seno de Dios días tan agitados, que un humilde seminarista que ha envejecido en una ignorada casa de cura, en medio del bosque y sin ninguna relación con las cosas del siglo.



Sí, he amado como no ha amado nadie en el mundo, con un amor insensato y violento, tan violento que me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Oh, qué noches! ¡Qué noches!



Desde mi más tierna infancia había sentido la vocación del sacerdocio; también fueron dirigidos en este sentido todos mis estudios, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue otra cosa que un largo noviciado. Con los estudios de teología terminados, pasé sucesivamente por todas las órdenes menores, y mis superiores me juzgaron digno, a pesar de mi juventud, de alcanzar el último y terrible grado. El día de mi ordenación fue fijado para la semana de Pascua.



Jamás había andado por el mundo. El mundo era para mí el recinto del colegio y del seminario. Sabía vagamente que existía algo que se llamaba mujer, pero no me paraba a pensarlo: mi inocencia era perfecta. Sólo veía a mi madre, anciana y enferma, dos veces al año, y ésta era toda mi relación con el exterior.



No lamentaba nada, no sentía la más mínima duda ante este compromiso irrevocable; estaba lleno de alegría y de impaciencia. Jamás novia alguna contó las horas con tan febril ardor; no dormía, soñaba que cantaba misa. ¡Ser sacerdote! No había en el mundo nada más hermoso: hubiera rechazado ser rey o poeta. Mi ambición no iba más allá.



Digo esto para mostrar cómo lo que me sucedió no debió sucederme y cómo fui víctima de tan inexplicable fascinación.



Llegado el gran día caminaba hacia la iglesia tan ligero que me parecía estar sostenido en el aire, o tener alas en los hombros. Me creía un ángel, y me extrañaba la fisonomía sombría y preocupada de mis compañeros, pues éramos varios. Había pasado la noche en oración, y mi estado casi rozaba el éxtasis. El obispo, un anciano venerable, me parecía Dios Padre inclinado en su eternidad, y podía ver el cielo a través de las bóvedas del templo.



Conoces los detalles de esta ceremonia: la bendición, la comunión bajo las dos especies, la unción de las palmas de las manos con el aceite de los catecúmenos y, finalmente, el santo sacrificio ofrecido al unísono con el obispo. No me detendré en esto. ¡Oh, qué razón tiene Job, y cuán imprudente es aquel que no llega a un pacto con sus ojos! Levanté casualmente mi cabeza, que hasta entonces había tenido inclinada, y vi ante mí, tan cerca que habría podido tocarla -aunque en realidad estuviera a bastante distancia y al otro lado de la balaustrada-, a una mujer joven de una extraordinaria belleza y vestida con un esplendor real. Fue como si se me cayeran las escamas de las pupilas. Experimenté la sensación de un ciego que recuperara súbitamente la vista. El obispo, radiante, se apagó de repente, los cirios palidecieron en sus candelabros de oro como las estrellas al amanecer, y en toda la iglesia se hizo una completa oscuridad. La encantadora criatura destacaba en ese sombrío fondo como una presencia angelical; parecía estar llena de luz, luz que no recibía, sino que derramaba a su alrededor.



Bajé los párpados, decidido a no levantarlos de nuevo, para apartarme de la influencia de los objetos, pues me distraía cada vez más, y apenas sabía lo que hacía.



Un minuto después volví a abrir los ojos, pues a través de mis párpados la veía relucir con los colores del prisma en una penumbra púrpura, como cuando se ha mirado al sol. ¡Ah, qué hermosa era! Cuando los más grandes pintores, persiguiendo en el cielo la belleza ideal, trajeron a la tierra el divino retrato de la Madonna, ni siquiera vislumbraron esta fabulosa realidad. Ni los versos del poeta ni la paleta del pintor pueden dar idea. Era bastante alta, con un talle y un porte de diosa; sus cabellos, de un rubio claro, se separaban en la frente, y caían sobre sus sienes como dos ríos de oro; parecía una reina con su diadema; su frente, de una blancura azulada y transparente, se abría amplia y serena sobre los arcos de las pestañas negras, singularidad que contrastaba con las pupilas verde mar de una vivacidad y un brillo insostenibles. ¡Qué ojos! Con un destello decidían el destino de un hombre; tenían una vida, una transparencia, un ardor, una humedad brillante que jamás había visto en ojos humanos; lanzaban rayos como flechas dirigidas a mi corazón. No sé si la llama que los iluminaba venía del cielo o del infierno, pero ciertamente venía de uno o de otro. Esta mujer era un ángel o un demonio, quizá las dos cosas, no había nacido del costado de Eva, la madre común. Sus dientes eran perlas de Oriente que brillaban en su roja sonrisa, y a cada gesto de su boca se formaban pequeños hoyuelos en el satén rosa de sus adorables mejillas. Su nariz era de una finura y de un orgullo regios, y revelaba su noble origen. En la piel brillante de sus hombros semidesnudos jugaban piedras de ágata y unas rubias perlas, de color semejante al de su cuello, que caían sobre su pecho. De vez en cuando levantaba la cabeza con un movimiento ondulante de culebra o de pavo real que hacía estremecer el cuello de encaje bordado que la envolvía como una red de plata.



Llevaba un traje de terciopelo nacarado de cuyas amplias mangas de armiño salían unas manos patricias, infinitamente delicadas. Sus dedos, largos y torneados, eran de una transparencia tan ideal que dejaban pasar la luz como los de la aurora.



Tengo estos detalles tan presentes como si fueran de ayer, y aunque estaba profundamente turbado nada escapó a mis ojos; ni siquiera el más pequeño detalle: el lunar en la barbilla, el imperceptible vello en las comisuras de los labios, el terciopelo de su frente, la sombra temblorosa de las pestañas sobre las mejillas, captaba el más ligero matiz con una sorprendente lucidez.



Mientras la miraba sentía abrirse en mí puertas hasta ahora cerradas; tragaluces antes obstruidos dejaban entrever perspectivas desconocidas; la vida me parecía diferente, acababa de nacer a un nuevo orden de ideas. Una escalofriante angustia me atenazaba el corazón; cada minuto transcurrido me parecía un segundo y un siglo. Sin embargo, la ceremonia avanzaba, y yo me encontraba lejos del mundo, cuya entrada cerraban con furia mis nuevos deseos. Dije sí, cuando quería decir no, cuando todo mi ser se revolvía y protestaba contra la violencia que mi lengua hacía a mi alma: una fuerza oculta me arrancaba a mi pesar las palabras de la garganta. Quizá por este motivo tantas jóvenes llegan al altar con el firme propósito de rechazar clamorosamente al esposo que les imponen y ninguna lleva a cabo su plan. Por esta razón, sin duda, tantas novicias toman el velo aunque decididas a destrozarlo en el momento de pronunciar sus votos. Uno no se atreve a provocar tal escándalo ni a decepcionar a tantas personas; todas las voluntades, todas las miradas pesan sobre uno como una losa de plomo; además, todo está tan cuidadosamente preparado, las medidas tomadas con antelación de una forma tan visiblemente irrevocable, que el pensamiento cede ante el peso de los hechos y sucumbe por completo.



La mirada de la hermosa desconocida cambiaba de expresión según transcurría la ceremonia. Tierna y acariciadora al principio, adoptó un aire desdeñoso y disgustado, como de no haber sido comprendida.



Hice un esfuerzo capaz de arrancar montañas para gritar que yo no quería ser sacerdote, sin conseguir nada; mi lengua estaba pegada al paladar y me fue imposible traducir mi voluntad en el más mínimo gesto negativo. Aunque despierto, mi estado era semejante al de una pesadilla en que se quiere gritar una palabra de la que nuestra vida depende sin obtener resultado alguno.



Ella pareció darse cuenta de mi martirio y, como para animarme, me lanzó una mirada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema en el que cada mirada era un canto.



Me decía:



-Si quieres ser mío te haré más dichoso que el mismo Dios en su paraíso; los ángeles te envidiarán. Rompe ese fúnebre sudario con que vas a cubrirte, yo soy la belleza, la juventud, la vida; ven a mí, seremos el amor. ¿Qué podría ofrecerte Yahvé como compensación? Nuestra vida discurrirá como un sueño y será un beso eterno.



"Derrama el vino de ese cáliz y serás libre, te llevaré a islas desconocidas, dormirás apoyado en mi seno en un lecho de oro macizo bajo un dosel de plata. Te amo y quiero arrebatarte a tu Dios ante quien tantos corazones nobles derraman un amor que nunca llega hasta él."



Me parecía oír estas palabras con un ritmo y una dulzura infinita; su mirada tenía música, y las frases que me enviaban sus ojos resonaban en el fondo de mi corazón como si una boca invisible las hubiera susurrado en mi alma. Me encontraba dispuesto a renunciar a Dios y, sin embargo, mi corazón realizaba maquinalmente las formalidades de la ceremonia. La hermosa mujer me lanzó una segunda mirada tan suplicante, tan desesperada, que me atravesaron el corazón cuchillas afiladas, y sentí en el pecho más puñales que la Dolorosa.



Todo terminó. Ya era sacerdote.



Jamás fisonomía humana manifestó una angustia tan desgarradora; la joven que ve morir a su novio súbitamente junto a ella, la madre junto a la cuna vacía de su hijo, Eva sentada en el umbral del paraíso, el avaro que encuentra una piedra en el lugar de su tesoro, y el poeta que deja caer al fuego el único manuscrito de su más bella obra, no muestran un aire tan aterrado e inconsolable. La sangre abandonó su rostro encantador, que se volvió blanco como el mármol; sus hermosos brazos cayeron a lo largo de su cuerpo como si sus músculos se hubieran relajado y se apoyó en una columna, pues desfallecían sus piernas. Yo me dirigí vacilante hacia la puerta de la iglesia, lívido, con la frente inundada de sudor más sangrante que el del Calvario. Me ahogaba. Las bóvedas caían sobre mis hombros y me parecía como si sostuviera sólo yo con mi cabeza todo el peso de la cúpula.



Al franquear el umbral una mano se apoderó bruscamente de la mía, ¡una mano de mujer! Jamás había tocado otra. Era fría como la piel de una serpiente y me dejó una huella ardiente como la marca de un hierro al rojo vivo. Era ella.



-¡Infeliz, infeliz! ¿Qué has hecho? -me susurró. Luego desapareció entre la multitud.



El anciano obispo pasó a mi lado; me miró severamente. Mi comportamiento era de lo más extraño, palidecía, enrojecía, me encontraba turbado. Uno de mis compañeros se apiadó de mí y me llevó con él; hubiera sido incapaz de encontrar solo el camino del seminario. A la vuelta de una esquina, mientras el joven sacerdote miraba hacia otro lado, un paje vestido de manera extraña se me acercó y, sin detenerse, me entregó un portafolios rematado en oro, indicándome que lo ocultara; lo deslicé en mi manga y lo tuve guardado hasta que me quedé solo en mi celda. Hice saltar el broche; sólo había dos hojas con estas palabras: "Clarimonda, en el palacio Concini." Como yo no estaba entonces al corriente de las cosas de la vida, no conocía a Clarimonda, a pesar de su celebridad, e ignoraba por completo dónde se encontraba el palacio Concini. Hice mil conjeturas tan extravagantes unas como otras, pero con tal de volver a verla, me importaba bastante poco que pudiera ser gran dama o cortesana.



Este amor, nacido hacía bien poco, se había enraizado de forma indestructible. De tan imposible como me parecía, ni siquiera pensaba en intentar arrancarlo. Esta mujer se había apoderado de mí por completo, tan sólo una mirada suya había bastado para transformarme; me había insinuado su voluntad; y ya no vivía en mí, sino en ella y para ella. Hacía mil extravagancias, besaba mi mano donde ella me había cogido y repetía su nombre durante horas. Sólo con cerrar los ojos la veía con la misma claridad que si estuviera ante mí y me repetía las mismas palabras que ella me dijo en el pórtico de la iglesia: "Infeliz, infeliz, ¿qué has hecho?". Comprendía todo el horror de mi situación y el carácter fúnebre y terrible del estado que acababa de profesar se revelaba ante mí. Ser sacerdote, es decir, castidad, no amar, no distinguir ni edad ni sexo, apartarse de la belleza, arrancarse los ojos, arrastrarse en la sombra helada de un claustro o de una iglesia, ver sólo moribundos, velar cadáveres desconocidos y llevar sobre sí el duelo de la negra sotana con el fin de convertir la túnica en un manto para el propio féretro.



Y sentía mi vida como un lago interior que crece y se desborda; la sangre me latía con fuerza en las arterias; mi juventud, tanto tiempo reprimida, estallaba de golpe, como el áloe que tarda cien años en florecer y se abre con la fuerza de un trueno.



¿Cómo hacer para ver de nuevo a Clarimonda? No tenía pretextos para salir del seminario, no conocía a nadie en la ciudad; ni siquiera permanecería allí por más tiempo, pues sólo esperaba a que me designasen la parroquia que debía ocupar. Intenté arrancar los barrotes de la ventana, pero la altura era horrible, y sin escalera era impensable. Además, sólo podría bajar de noche y ¿cómo conducirme en el inextricable laberinto de calles? Estas dificultades -que no serían nada para otros- eran inmensas para mí, pobre seminarista recién enamorado, sin experiencia, sin dinero y sin ropa.



"¡Ah! -me decía a mí mismo en mi ceguera-, si no hubiera sido sacerdote habría podido verla todos los días, habría sido su amante, su esposo; en vez de estar cubierto con mi triste sudario, tendría ropas de seda y terciopelo, cadenas de oro, una espada y plumas como los jóvenes y hermosos caballeros. Mis cabellos, deshonrados por la tonsura, jugarían alrededor de mi cuello, formando ondeantes rizos. Tendría un lustroso bigote y sería un valiente. Pero, una hora ante el altar, unas pocas palabras apenas articuladas, me separaban para siempre de entre los vivos, ¡y yo mismo había sellado la losa de mi tumba, había corrido el cerrojo de mi prisión!"



Me asomé a la ventana. El cielo estaba maravillosamente azul, los árboles se habían vestido de primavera; la naturaleza hacía gala de una irónica alegría. La plaza estaba llena de gente; unos iban, otros venían. Galanes y hermosas jovencitas iban en parejas hacia el jardín y los cenadores. Grupos de amigos pasaban cantando canciones de borrachos. Había un movimiento, una vida, una animación que aumentaba penosamente mi duelo y mi soledad. Una madre joven jugaba con su hijo en el umbral de la casa. Le besaba su boquita rosa perlada de gotas de leche, y le hacía arrumacos con mil divinas puerilidades que sólo las madres saben hacer. El padre, de pie, a una cierta distancia, sonreía dulcemente ante esta encantadora escena, y sus brazos cruzados estrechaban su alegría contra el corazón. No pude soportar este espectáculo; cerré la ventana y me eché en la cama con un odio y una envidia espantosa en el corazón, mordiendo mis dedos y la manta como un tigre con hambre de tres días.



No sé cuántos días permanecí de este modo; pero al volverme en un furioso espasmo vi al padre Serapion, de pie en la habitación, observándome atentamente. Me avergoncé de mí mismo y, hundiendo la cabeza en mi pecho, me cubrí el rostro con las manos.



-Romualdo, amigo mío -me dijo Serapion después de algunos minutos de silencio-, te sucede algo extraño; ¡tu conducta es verdaderamente inexplicable! Tú, tan sosegado y tan dulce, te revuelves ahora como un animal furioso. Ten cuidado, hermano, y no escuches las sugerencias del diablo; el espíritu maligno, irritado por tu eterna consagración al Señor, te acecha como un lobo rapaz, e intenta un último esfuerzo para atraerte a él. En vez de dejarte abatir, mi querido Romualdo, hazte una coraza de oración, un escudo de mortificación y combate valientemente al enemigo: lo vencerás. La virtud necesita de la tentación, y el oro sale más fino del crisol. No te asustes ni te desanimes. Las almas mejor guardadas y las más firmes han tenido estos momentos. Ora, ayuna, medita y se alejará el malvado espíritu.



El discurso del padre Serapion me hizo volver en mí y me tranquilicé.



-Venía a anunciarte que te ha sido asignada la parroquia de C**: El sacerdote que la ocupaba acaba de morir, y el obispo me ha encargado que te instale allí. Prepárate para mañana.



Respondí afirmativamente con la cabeza y el padre se retiró. Abrí el misal y comencé a leer oraciones; pero pronto las líneas se tornaron confusas bajo mis ojos. Las ideas se enmarañaron en mi cerebro, y el libro se deslizó de entre mis manos sin darme cuenta.



¡Partir mañana sin haberla visto!, ¡añadir otro imposible más a todos los que ya había entre nosotros!, ¡perder para siempre la esperanza de encontrarla a menos que sucediera un milagro!, ¿escribirle?, ¿y a través de quién haría llegar mi carta? Con el carácter sagrado de mi estado, ¿a quién podría abrir mi corazón? ¿en quién confiar? Fui presa de una terrible ansiedad. Además, me venía a la memoria lo que el padre Serapion me acababa de decir de los artificios del diablo: lo extraño de la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonda, el destello fosforescente de sus ojos, la ardiente huella de su mano, la turbación en que me había hundido, el cambio repentino que se había operado en mí, mi piedad desvanecida en un instante; todo ello demostraba claramente la presencia del diablo, y la mano satinada no era sino el guante con que cubría sus garras. Estos pensamientos me sumieron en un gran temor, recogí el misal que había caído de mis rodillas al suelo y volví a mis oraciones.



A la mañana siguiente, Serapion vino a recogerme. Dos mulas cargadas con nuestro equipaje esperaban a la puerta. Él montó una, y yo, mejor o peor, la otra. Mientras recorríamos las calles de la ciudad miraba todas las ventanas y balcones por si veía a Clarimonda; pero era demasiado temprano, y la ciudad aún no había abierto los ojos. Mi mirada intentaba atravesar los estores y cortinas de los palacios ante los que pasábamos. Serapion, sin duda, atribuía esta curiosidad a la admiración que me causaba la belleza de la arquitectura, pues aminoraba el paso de su montura para darme tiempo de ver. Por fin llegamos a la puerta de la ciudad y empezamos a subir la colina. Cuando llegué a la cima me volví para mirar una vez más el lugar donde vivía Clarimonda. La sombra de una nube cubría por completo la ciudad; los tejados azules y rojos se confundían en un semitono general donde flotaban, aquí y allá, los humos de la mañana, como blancos copos de espuma. Gracias a un singular efecto óptico se dibujaba, rubio y dorado, bajo un rayo único de luz, un edificio que sobrepasaba en altura a las construcciones vecinas, hundidas por completo en el vaho; aunque estaba a más de una legua, parecía muy cercano. Podían distinguirse los más mínimos detalles, las torres, las azoteas, las ventanas e incluso las veletas con cola de milano.



-¿Qué palacio es ese que veo allá a lo lejos iluminado por un rayo de sol? -le pregunté a Serapion.



Puso la mano por encima de sus ojos y cuando lo vio me contestó:



-Es el antiguo palacio que el príncipe Concini regaló a la cortesana Clarimonda; allí suceden cosas horribles.



En ese instante -aún no sé si fue realidad o ilusión- creí ver cómo en la terraza se deslizaba una silueta blanca y esbelta que brilló un segundo y se apagó. ¡Era Clarimonda!



¡Oh! ¿Sabía ella entonces que, desde lo alto de este amargo camino que me separaba de ella, yo no descendería nunca más? ¿Que, ardiente e inquieto, yo no apartaba mis ojos del palacio que habitaba y al que un insignificante juego de luz parecía acercarme como para invitarme a entrar y ser su dueño? Sin duda lo sabía, pues su alma estaba demasiado ligada a la mía como para sentir el menor estremecimiento, y esta sensación la había impulsado a subir a la terraza, envuelta en sus velos, en el helado rocío de la mañana.



La sombra se apoderó del palacio, y todo fue un océano inmóvil de tejados y cumbres donde sólo se distinguía una ondulación montuosa. Serapion arreó a su mula, cuyo paso siguió la mía enseguida, y un recodo del camino me arrebató para siempre la ciudad de S**, pues no volvería nunca.



Al cabo de tres días de camino a través de campos tristes vislumbramos a través de los árboles el gallo del campanario de la iglesia donde debía servir. Después de recorrer calles tortuosas flanqueadas por chozas y cercados llegamos ante la fachada, que no se caracterizaba por su grandeza. Una terraza adornada con algunas nervaduras y dos o tres pilares del mismo gres toscamente tallados, tejas y contrafuertes del mismo gres que los pilares, esto era todo. A la izquierda, el cementerio con la hierba crecida y una gran cruz de hierro en medio; a la derecha y a la sombra de la iglesia, la casa parroquial. Era una casa de una sencillez extrema y de una desolada pulcritud. Entramos. Algunas gallinas picoteaban unos pocos granos de avena; acostumbradas como estaban a la negra sotana de los curas, no se espantaron con nuestra presencia y apenas se apartaron para dejarnos pasar. Se oyó un ladrido ronco y áspero, y vimos aparecer un perro viejo. Era el perro de mi antecesor. Tenía los ojos apagados, el pelo gris y todos los síntomas de la mayor vejez que un perro puede alcanzar. Lo acaricié suavemente y se puso a caminar junto a mí lleno de una indecible satisfacción. Vino también a nuestro encuentro una mujer muy vieja que había sido el ama de llaves del anciano cura, quien después de conducirme a una habitación de la planta baja me preguntó si había pensado despedirla. Le respondí que me quedaría con ella, con ella y con el perro, asimismo con las gallinas y con todos los muebles que su amo le había dejado al morir, cosa que la llenó de alegría, una vez que el padre Serapion le pagó en el momento el dinero que quería a cambio.



Cuando estuve instalado, el padre Serapion volvió al seminario. De forma que me quedé solo y sin otro apoyo que yo mismo. La idea de Clarimonda comenzó de nuevo a obsesionarme, y aunque me esforzaba en apartarla de mí, no siempre lo conseguía. Una tarde, paseando por mi jardín entre los caminos bordeados de boj, me pareció ver a través de los arbustos una silueta de mujer que seguía todos mis movimientos, y vi brillar entre las hojas dos pupilas verde mar; pero era sólo una ilusión, pues al pasar al otro lado encontré la huella de un pie tan pequeño que parecía de un niño. El jardín estaba rodeado por murallas muy altas, inspeccioné todos los recodos y rincones y no había nadie. Jamás pude explicarme este hecho, que no fue nada comparado con las cosas extrañas que me habían de suceder. Durante un año viví cumpliendo con exactitud todos los deberes correspondientes a mi estado, orando, ayunando y socorriendo enfermos, dando limosnas hasta privarme de lo más indispensable. Pero sentía en mi interior una profunda aridez y la fuente de la gracia estaba seca para mí. No podía gozar de la felicidad que da el cumplimiento de una misión santa. Mi pensamiento estaba en otra parte, y las palabras de Clarimonda me volvían a los labios como un estribillo que se repite involuntariamente. ¡Oh hermano, medita bien esto! Por haber mirado solamente una vez a una mujer, por una falta aparentemente tan leve, he sufrido durante años las más miserables turbaciones. Mi vida está trastornada para siempre jamás.



No voy a entretenerte más tiempo con derrotas y victorias seguidas siempre de las más profundas caídas y pasaré a relatar enseguida un hecho decisivo. Una noche llamaron violentamente a la puerta. La anciana ama de llaves fue a abrir, y un hombre de rostro cobrizo y ricamente vestido, aunque a la moda extranjera, y con un gran puñal, apareció en el umbral a la luz del farol de Bárbara. La primera impresión de ésta fue de miedo, pero el hombre la tranquilizó diciéndole que necesitaba verme enseguida para algo relacionado con mi ministerio. Bárbara lo hizo subir. Yo ya iba a acostarme. El hombre me dijo que su señora, una gran dama, estaba a punto de morir y deseaba un sacerdote. Le respondí que estaba dispuesto a acompañarlo; cogí lo necesario para la Extremaunción y bajé a toda prisa. En la puerta resoplaban de impaciencia dos caballos negros como la noche, y de su pecho emanaban oleadas de humo. Me sujetó el estribo y me ayudó a montar uno de ellos, después se montó en el otro, apoyando solamente una mano en la silla. Apretó las rodillas y soltó las riendas de su caballo, que salió como una flecha. El mío, cuya brida también sujetaba él, se puso al galope y se mantuvo a la par que el suyo. Bajo nuestro insaciable galope, la tierra desaparecía gris y rayada, y las negras siluetas de los árboles huían como un ejército derrotado. Atravesamos un sombrío bosque tan oscuro y glacial que un escalofrío de supersticioso terror me recorrió el cuerpo. La estela de chispas que las herraduras de nuestros caballos producían en las piedras dejaba a nuestro paso un reguero de fuego, y si alguien nos hubiera visto a esta hora de la noche, nos habría tomado a mi guía y a mí por dos espectros cabalgando en una pesadilla. De cuando en cuando, fuegos fatuos se cruzaban en el camino, y las cornejas piaban lastimeras en la espesura del bosque, donde a lo lejos brillaban los ojos fosforescentes de algún gato salvaje. La crin de los caballos se enmarañaba cada vez más, el sudor corría por sus flancos y resoplaban jadeantes. Cuando el escudero los veía desfallecer emitía un grito gutural sobrehumano, y la carrera se reanudaba con furia. Finalmente se detuvo el torbellino. Una sombra negra salpicada de luces se alzó súbitamente ante nosotros; las pisadas de nuestras cabalgaduras se hicieron más ruidosas en el suelo de hierro, y entramos bajo una bóveda que abría sus fauces entre dos torres enormes. En el castillo reinaba una gran agitación; los criados, provistos de antorchas, atravesaban los patios, y las luces subían y bajaban de un piso a otro. Pude ver confusamente formas arquitectónicas inmensas, columnas, arcos, escalinatas y balaustradas, todo un lujo de construcción regia y fantástica. Un paje negro en quien reconocí enseguida al que me había dado el mensaje de Clarimonda, vino a ayudarme a bajar del caballo, y un mayordomo vestido de terciopelo negro con una cadena de oro en el cuello y un bastón de marfil avanzó hacia mí. Dos lágrimas cayeron de sus ojos y rodaron por sus mejillas hasta su barba blanca.



-¡Demasiado tarde, padre! -dijo bajando la cabeza-, ¡demasiado tarde!, pero ya que no pudo salvar su alma, venga a velar su pobre cuerpo.



Me tomó del brazo y me condujo a la sala fúnebre; mi llanto era tan copioso como el suyo, pues acababa de comprender que la muerta no era otra sino Clarimonda, tanto y tan locamente amada. Había un reclinatorio junto al lecho; una llama azul, que revoloteaba en una pátera de bronce, iluminaba toda la habitación con una luz débil e incierta, y hacía pestañear en la sombra la arista de algún mueble o de una cornisa. Sobre la mesa en una urna labrada, yacía una rosa blanca marchita, cuyos pétalos, salvo uno que se mantenía aún, habían caído junto al vaso, como lágrimas perfumadas; un roto antifaz negro, un abanico, disfraces de todo tipo se encontraban esparcidos por los sillones, y hacían pensar que la muerte se había presentado de improviso y sin anunciarse en esta suntuosa mansión. Me arrodillé, sin atreverme a dirigir la mirada al lecho, y empecé a recitar salmos con gran fervor, dando gracias a Dios por haber interpuesto la tumba entre el pensamiento de esa mujer y yo, para así poder incluir en mis oraciones su nombre santificado desde ahora. Pero, poco a poco, se fue debilitando este impulso, y caí en un estado de ensoñación. Esta estancia no tenía el aspecto de una cámara mortuoria. Contrariamente al aire fétido y cadavérico que estaba acostumbrado a respirar en los velatorios, un vaho lánguido de esencias orientales, no sé qué aroma de mujer, flotaba suavemente en la tibia atmósfera. Aquel pálido resplandor se asemejaba más a una media luz buscada para la voluptuosidad que al reflejo amarillo de la llama que tiembla junto a los cadáveres. Recordaba el extraño azar que me había devuelto a Clarimonda en el instante en que la perdía para siempre y un suspiro nostálgico escapó de mi pecho. Me pareció oír suspirar a mi espalda y me volví sin querer. Era el eco. Gracias a este movimiento mis ojos cayeron sobre el lecho de muerte que hasta entonces habían evitado. Las cortinas de damasco rojo estampadas, recogidas con entorchados de oro, dejaban ver a la muerta acostada con las manos juntas sobre el pecho. Estaba cubierta por un velo de lino de un blanco resplandeciente que resaltaba aún más gracias al púrpura del cortinaje, de una finura tal que no ocultaba lo más mínimo la encantadora forma de su cuerpo y dejaba ver sus bellas líneas ondulantes como el cuello de un cisne que ni siquiera la muerte había podido entumecer. Se hubiera creído una estatua de alabastro realizada por un hábil escultor para la tumba de una reina, o una doncella dormida sobre la que hubiera nevado.



No podía contenerme; el aire de esta alcoba me embriagaba, el olor febril de rosa medio marchita me subía al cerebro, me puse a recorrer la habitación deteniéndome ante cada columna del lecho para observar el grácil cuerpo difunto bajo la transparencia del sudario. Extraños pensamientos me atravesaban el alma. Me imaginaba que no estaba realmente muerta y que no era más que una ficción ideada para atraerme a su castillo y así confesarme su amor. Por un momento creí ver que movía su pie en la blancura de los velos y se alteraban los pliegues de su sudario. Luego me decía a mí mismo: "¿acaso es Clarimonda? ¿Qué pruebas tengo? El paje negro puede haber pasado al servicio de otra mujer. Debo estar loco para desconsolarme y turbarme de este modo". Pero mi corazón contestaba: "es ella, claro que es ella". Me acerqué al lecho y miré aún más atentamente al objeto de mi incertidumbre. Debo confesaros que tal perfección de formas, aunque purificadas y santificadas por la sombra de la muerte, me turbaban voluptuosamente, y su reposado aspecto se parecía tanto a un sueño que uno podría haberse engañado. Olvidé que había venido para realizar un oficio fúnebre y me imaginaba entrando como un joven esposo en la alcoba de la novia que oculta su rostro por pudor y no quiere dejarse ver. Afligido de dolor, loco de alegría, estremecido de temor y placer me incliné sobre ella y cogí el borde del velo; lo levanté lentamente, conteniendo la respiración para no despertarla.



Mis venas palpitaban con tal fuerza que las sentía silbar en mis sienes, y mi frente estaba sudorosa como si hubiese levantado una lápida de mármol. Era en efecto la misma Clarimonda que había visto en la iglesia el día de mi ordenación; tenía el mismo encanto, y la muerte parecía en ella una coquetería más. La palidez de sus mejillas, el rosa tenue de sus labios, sus largas pestañas dibujando una sombra en esta blancura le otorgaban una expresión de castidad melancólica y de sufrimiento pensativo de una inefable seducción. Sus largos cabellos sueltos, entre los que aún había enredadas florecillas azules, almohadillaban su cabeza y ocultaban con sus bucles la desnudez de sus hombros; sus bellas manos, más puras y diáfanas que las hostias, estaban cruzadas en actitud de piadoso reposo y de tácita oración, y esto compensaba la seducción que hubiera podido provocar, incluso en la muerte, la exquisita redondez y el suave marfil de sus brazos desnudos que aún conservaban los brazaletes de perlas. Permanecí largo tiempo absorto en una muda contemplación, y cuanto más la miraba menos podía creer que la vida hubiera abandonado para siempre aquel hermoso cuerpo.



No sé si fue una ilusión o el reflejo de la lámpara, pero hubiera creído que la sangre corría de nuevo bajo esta palidez mate; sin embargo, ella permanecía inmóvil. Toqué ligeramente su brazo; estaba frío, pero no más frío que su mano el día en que rozó la mía en el eco de la iglesia. Incliné de nuevo mi rostro sobre el suyo derramando en sus mejillas el tibio rocío de mis lágrimas. ¡Oh, qué amargo sentimiento de desesperación y de impotencia! ¡Qué agonía de vigilia! Hubiera querido poder juntar mi vida para dársela y soplar sobre su helado despojo la llama que me devoraba. La noche avanzaba, y al sentir acercarse el momento de la separación eterna no pude negarme la triste y sublime dulzura de besar los labios muertos de quien había sido dueña de todo mi amor. ¡Oh prodigio!, una suave respiración se unió a la mía, y la boca de Clarimonda respondió a la presión de mi boca: sus ojos se abrieron y recuperaron un poco de brillo, suspiró y, descruzando los brazos, rodeó mi cuello en un arrebato indescriptible.



-¡Ah, eres tú Romualdo! -dijo con una voz lánguida y suave como las últimas vibraciones de un arpa-; ¿qué haces? Te esperé tanto tiempo que he muerto; pero ahora estamos prometidos, podré verte e ir a tu casa. ¡Adiós Romualdo, adiós! Te amo, es todo cuanto quería decirte, te debo la vida que me has devuelto en un minuto con tu beso. Hasta pronto.



Su cabeza cayó hacia atrás, pero sus brazos aún me rodeaban, como reteniéndome. Un golpe furioso de viento derribó la ventana y entró en la habitación; el último pétalo de la rosa blanca palpitó como un ala durante unos instantes en el extremo del tallo para arrancarse luego y volar a través de la ventana abierta, llevándose el alma de Clarimonda. La lámpara se apagó y caí desvanecido en el seno de la hermosa muerta.



Cuando desperté estaba acostado en mi cama, en la habitación de la casa parroquial, y el viejo perro del anciano cura lamía mi mano que colgaba fuera de la manta. Bárbara se movía por la habitación con un temblor senil, abriendo y cerrando cajones, removiendo los brebajes de los vasos. Al verme abrir los ojos, la anciana gritó de alegría, el perro ladró y movió el rabo, pero me encontraba tan débil que no pude articular palabra ni hacer el más mínimo movimiento. Supe después que estuve así tres días, sin dar otro signo de vida que una respiración casi imperceptible. Estos días no cuentan en mi vida, no sé dónde estuvo mi espíritu durante este tiempo, no guardé recuerdo alguno. Bárbara me contó que el mismo hombre de rostro cobrizo que había venido a buscarme por la noche, me había traído a la mañana siguiente en una litera cerrada, y se había vuelto a marchar inmediatamente. En cuanto recuperé la memoria examiné todos los detalles de aquella noche fatídica. Pensé que había sido el juego de una mágica ilusión; pero hechos reales y palpables tiraban por tierra esta suposición. No podía pensar que era un sueño, pues Bárbara había visto como yo al hombre de los caballos negros y describía con exactitud su vestimenta y compostura. Sin embargo, nadie conocía en los alrededores un castillo que se ajustara a la descripción de aquel en donde había encontrado a Clarimonda.



Una mañana apareció el padre Serapion. Bárbara le había hecho saber que estaba enfermo y acudió rápidamente. Si bien tanta diligencia demostraba afecto e interés por mi persona, no me complació como debía. El padre Serapion tenía en la mirada un aire penetrante e inquisidor que me incomodaba. Me sentía confuso y culpable ante él, pues había descubierto mi profunda turbación, y temía su clarividencia.



Mientras me preguntaba por mi salud con un tono melosamente hipócrita, clavaba en mí sus pupilas amarillas de león, y hundía su mirada como una sonda en mi alma. Después se interesó por la forma en que llevaba la parroquia, si estaba a gusto, a qué dedicaba el tiempo que el ministerio me dejaba libre, si había trabado amistad con las gentes del lugar, cuáles eran mis lecturas favoritas y mil detalles parecidos. Yo le contestaba con la mayor brevedad, e incluso él mismo pasaba a otro tema sin esperar a que hubiera terminado. Esta charla no tenía, por supuesto, nada que ver con lo que él quería decirme. Así que, sin ningún preámbulo y como si se tratara de una noticia recordada de pronto y que temiera olvidar, me dijo con voz clara y vibrante que sonó en mi oído como las trompetas del juicio final:



-La cortesana Clarimonda ha muerto recientemente tras una orgía que duró ocho días y ocho noches. Fue algo infernalmente espléndido. Se repitió la abominación de los banquetes de Baltasar y Cleopatra. ¡En qué siglo vivimos, Dios mío! Los convidados fueron servidos por esclavos de piel oscura que hablaban una lengua desconocida; en mi opinión, auténticos demonios; la librea del de menor rango hubiera vestido de gala a un emperador. Sobre Clarimonda se han contado muchas historias extraordinarias en estos tiempos, y todos sus amantes tuvieron un final miserable o violento. Se ha dicho que era una mujer vampiro, pero yo creo que se trata del mismísimo Belcebú.



Calló, y me miró más fijamente aún para observar el efecto que me causaban sus palabras. No pude evitar estremecerme al oír nombrar a Clarimonda, y, la noticia de su muerte, además del dolor que me causaba por su extraña coincidencia con la escena nocturna de que fui testigo, me produjo una turbación y un escalofrío que se manifestó en mi rostro a pesar de que hice lo posible por contenerme. Serapion me lanzó una mirada inquieta y severa, luego añadió:



-Hijo mío, debo advertirte, has dado un paso hacia el abismo, cuidado de no caer en él. Satanás tiene las garras largas, y las tumbas no siempre son de fiar. La losa de Clarimonda debió ser sellada tres veces, pues, por lo que se dice, no es la primera que ha muerto. Que Dios te guarde, Romualdo.



Serapion dijo estas palabras y se dirigió lentamente hacia la puerta. No volví a verlo, pues partió hacia S** inmediatamente después.



Me había recuperado por completo y volvía a mis tareas cotidianas. El recuerdo de Clarimonda y las palabras del anciano padre estaban presentes en mi memoria; sin embargo, ningún extraño suceso había ratificado hasta ahora las fúnebres predicciones de Serapion, y empecé a creer que mis temores y mi terror eran exagerados. Pero una noche tuve un sueño. Apenas me había quedado dormido cuando oí descorrer las cortinas de mi lecho y el ruido de las anillas en la barra sonó estrepitosamente; me incorporé de golpe sobre los codos y vi ante mí una sombra de mujer. Enseguida reconocí a Clarimonda. Sostenía una lamparita como las que se depositan en las tumbas, cuyo resplandor daba a sus dedos afilados una transparencia rosa que se difuminaba insensiblemente hasta la blancura opaca y rosa de su brazo desnudo. Su única ropa era el sudario de lino que la cubría en su lecho de muerte, y sujetaba sus pliegues en el pecho, como avergonzándose de estar casi desnuda, pero su manita no bastaba, y como era tan blanca, el color del tejido se confundía con el de su carne a la pálida luz de la lámpara. Envuelta en una tela tan fina que traicionaba todas sus formas, parecía una estatua de mármol de una bañista antigua y no una mujer viva. Muerta o viva, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza siempre era la misma; tan sólo el verde brillo de sus pupilas estaba un poco apagado, y su boca, antes bermeja, sólo era de un rosa pálido y tierno semejante al de sus mejillas. Las florecillas azules que vi en sus cabellos se habían secado por completo y habían perdido todos sus pétalos; pero estaba encantadora, tanto que, a pesar de lo extraño de la aventura y del modo inexplicable en que había entrado en mi habitación, no sentí temor ni por un instante.



Dejó la lámpara sobre la mesilla y se sentó a los pies de mi cama; después, inclinándose sobre mí, me dijo con esa voz argentina y aterciopelada, que sólo le he oído a ella:



-Me he hecho esperar, querido Romualdo, y sin duda habrás pensado que te había olvidado. Pero vengo de muy lejos, de un lugar del que nadie ha vuelto aún; no hay ni luna ni sol en el país de donde procedo; sólo hay espacio y sombra, no hay camino, ni senderos; no hay tierra para caminar, ni aire para volar y, sin embargo, heme aquí, pues el amor es más fuerte que la muerte y acabará por vencerla. ¡Ay!, he visto en mi viaje rostros lúgubres y cosas terribles. Mi alma ha tenido que luchar tanto para, una vez vuelta a este mundo, encontrar su cuerpo y poseerlo de nuevo... ¡Cuánta fuerza necesité para levantar la lápida que me cubría! Mira las palmas de mis manos lastimadas. ¡Bésalas para curarlas, amor mío! -me acercó a la boca sus manos, las besé mil veces, y ella me miraba hacer con una sonrisa de inefable placer.



Confieso para mi vergüenza que había olvidado por completo las advertencias del padre Serapion y el carácter sagrado que me revestía. Había sucumbido sin oponer resistencia, y al primer asalto. Ni siquiera intenté alejar de mí la tentación; la frescura de la piel de Clarimonda penetraba la mía y sentía estremecerse mi cuerpo de manera voluptuosa. ¡Mi pobre niña! A pesar de todo lo que vi, aún me cuesta creer que fuera un demonio: no lo parecía desde luego, y jamás Satanás ocultó mejor sus garras y sus cuernos. Había recogido sus piernas sobre los talones y, acurrucada en la cama, adoptó un aire de coquetería indolente. Cada cierto tiempo acariciaba mis cabellos y con sus manos formaba rizos como ensayando nuevos peinados. Yo me dejaba hacer con la más culpable complacencia y ella añadía a la escena un adorable parloteo. Es curioso el hecho de que yo no me sorprendiera ante tal aventura y, dada la facilidad que tienen nuestros ojos para considerar con normalidad los más extraños acontecimientos, la situación me pareció de lo más natural.



-Te amaba mucho antes de haberte visto, querido Romualdo, te buscaba por todas partes. Tú eras mi sueño y me fijé en ti en la iglesia, en el fatal momento; me dije: ¡es él! y te lancé una mirada con todo el amor que había tenido, tenía y tendría por ti. Fue una mirada capaz de condenar a un cardenal, de poner de rodillas a mis pies a un rey ante su corte. Tú permaneciste impasible y preferiste a tu Dios. ¡Ah, cuán celosa estoy de tu Dios al que has amado y amas aún más que a mí!



"¡Desdichada, desdichada de mí!, jamás tu corazón será para mí sola, para mí, a quien resucitaste con un beso, para mí, Clarimonda la muerta, que forzó por tu causa las puertas de la tumba y viene a consagrarte su vida; recobrada para hacerte feliz."



Estas palabras iban acompañadas de caricias delirantes que aturdieron mis sentidos y mi razón hasta el punto de no temer proferir para contentarla una espantosa blasfemia y decirle que la amaba tanto como a Dios.



Sus pupilas se reavivaron y brillaron como crisopacios:



-¡Es cierto, es cierto!, ¡tanto como a Dios! -dijo rodeándome con sus brazos-. Si es así, vendrás conmigo, me seguirás donde yo quiera. Te quitarás ese horrible traje negro. Serás el más orgulloso y envidiable de los caballeros, serás mi amante. Ser el amante confeso de Clarimonda, que llegó a rechazar a un papa, es algo hermoso. ¡Ah, llevaremos una vida feliz, una dorada existencia! ¿Cuándo partimos, caballero?



-¡Mañana!, ¡mañana! -gritaba en mi delirio.



-Mañana, sea -contestó-. Tendré tiempo de cambiar de ropa, porque ésta es demasiado ligera y no sirve para ir de viaje. Además tengo que avisar a la gente que me cree realmente muerta y me llora. Dinero, trajes, coches, todo estará dispuesto, vendré a buscarte a esta misma hora. Adiós, corazón -rozó mi frente con sus labios.



La lámpara se apagó, se corrieron las cortinas y no vi nada más; un sueño de plomo se apoderó de mí hasta la mañana siguiente. Desperté más tarde que de costumbre, y el recuerdo de tan extraña visión me tuvo todo el día en un estado de agitación; terminé por convencerme de que había sido fruto de mi acalorada imaginación. Pero, sin embargo, las sensaciones fueron tan vivas que costaba creer que no hubieran sido reales, y me fui a dormir no sin cierto temor por lo que iba a suceder, después de pedir a Dios que alejara de mí los malos pensamientos y protegiera la castidad de mi sueño.



Enseguida me dormí profundamente, y mi sueño continuó. Las cortinas se corrieron y vi a Clarimonda, no como la primera vez, pálida en su pálido sudario y con las violetas de la muerte en sus mejillas, sino alegre, decidida y dispuesta, con un magnífico traje de terciopelo verde adornado con cordones de oro y recogido a un lado para dejar ver una falda de satén. Sus rubios cabellos caían en tirabuzones de un amplio sombrero de fieltro negro cargado de plumas blancas colocadas caprichosamente, y llevaba en la mano una fusta rematada en oro. Me dio un toque suavemente diciendo:



-Y bien, dormilón, ¿así es como haces tus preparativos? Pensaba encontrarte de pie. Levántate, que no tenemos tiempo que perder -salté de la cama-. Anda, vístete y vámonos -me dijo señalándome un paquete que había traído-; los caballos se aburren y roen su freno en la puerta. Deberíamos estar ya a diez leguas de aquí.



Me vestí enseguida, ella me tendía la ropa riéndose a carcajadas con mi torpeza y explicándome su uso cuando me equivocaba. Me arregló los cabellos y cuando estaba listo me ofreció un espejo de bolsillo de cristal de Venecia con filigranas de plata diciendo:



-¿Cómo te ves?, ¿me tomarás a tu servicio como mayordomo?



Yo no era el mismo y no me reconocí. Mi imagen era tan distinta como lo son un bloque de piedra y una escultura terminada. Mi antigua figura no parecía ser sino el torpe esbozo de lo que el espejo reflejaba. Era hermoso y me estremecí de vanidad por esta metamorfosis. Las elegantes ropas y el traje bordado me convertían en otra persona y me asombraba el poder de unas varas de tela cortadas con buen gusto. El porte del traje penetraba mi piel, y al cabo de diez minutos había adquirido ya un cierto aire de vanidad.



Di unas vueltas por la habitación para manejarme con soltura. Clarimonda me miraba con maternal complacencia y parecía contenta con su obra.



-Ya está bien de chiquilladas, en marcha, querido Romualdo. Vamos lejos, y así no llegaremos nunca -me tomó de la mano y salimos. Las puertas se abrían a su paso apenas las tocaba, y pasamos junto al perro sin despertarlo.



En la puerta estaba Margheritone, el escudero que ya conocía; sujetaba la brida de tres caballos negros como los anteriores, uno para mí, otro para él y otro para Clarimonda. Debían ser caballos bereberes de España, nacidos de yeguas fecundadas por el Céfiro, pues corrían tanto como el viento, y la luna, que había salido con nosotros para iluminarnos, rodaba por el cielo como una rueda soltada de su carro; la veíamos a nuestra derecha, saltando de árbol en árbol y perdiendo el aliento por correr tras nosotros. Pronto aparecimos en una llanura donde, junto a un bosquecillo, nos esperaba un coche con cuatro vigorosos caballos; subimos y el cochero les hizo galopar de una forma insensata, Mi brazo rodeaba el talle de Clarimonda y estrechaba una de sus manos; ella apoyaba su cabeza en mi hombro y podía sentir el roce de su cuello semidesnudo en mi brazo. Jamás había sido tan feliz. Me había olvidado de todo y no recordaba mejor el hecho de haber sido cura que lo que sentí en el vientre de mi madre, tal era la fascinación que el espíritu maligno ejercía en mí. A partir de esa noche, mi naturaleza se desdobló y hubo en mí dos hombres que no se conocían uno a otro. Tan pronto me creía un sacerdote que cada noche soñaba que era caballero, como un caballero que soñaba ser sacerdote. No podía distinguir el sueño de la vigilia y no sabía dónde empezaba la realidad ni dónde terminaba la ilusión. El joven vanidoso y libertino se burlaba del sacerdote, y el sacerdote detestaba la vida disoluta del joven noble. La vida bicéfala que llevaba podría describirse como dos espirales enmarañadas que no llegan a tocarse nunca. A pesar de lo extraño que parezca no creo haber rozado en momento alguno la locura. Tuve siempre muy clara la percepción de mis dos existencias. Sólo había un hecho absurdo que no me podía explicar: era que el sentimiento de la misma identidad perteneciera a dos hombres tan diferentes. Era una anomalía que ignoraba ya fuera mientras me creía cura del pueblo C**, ya como il signor Romualdo, amante titular de Clarimonda.



El caso es que me encontraba - o creía encontrarme- en Venecia; aún no he podido aclarar lo que había de ilusión y de real en tan extraña aventura. Vivíamos en un gran palacio de mármol en el Canaleio, con frescos y estatuas, y dos Ticianos de la mejor época en el dormitorio de Clarimonda: era un palacio digno de un rey. Cada uno de nosotros tenía su góndola y su barcarola con nuestro escudo, sala de música y nuestro poeta. Clarimonda entendía la vida a lo grande y había algo de Cleopatra en su forma de ser. Por mi parte, llevaba un tren de vida digno del hijo de un príncipe, y era tan conocido como si perteneciera a la familia de uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la serenísima república. No hubiera cedido el paso ni al mismo dux, y creo que desde Satán, caído del cielo, nadie fue más insolente y orgulloso que yo. Iba al Ridotto y jugaba de manera infernal. Me mezclaba con la más alta sociedad del mundo, con hijos de familias arruinadas, con mujeres de teatro, con estafadores, parásitos y espadachines. A pesar de mi vida disipada, permanecía fiel a Clarimonda. La amaba locamente. Ella habría estimulado a la misma saciedad, y habría hecho estable la inconstancia. Tener a Clarimonda era tener cien amantes, era poseer a todas las mujeres por tan mudable, cambiante y diferente de ella misma que era: un verdadero camaleón. Me hacía cometer con ella la infidelidad que hubiera cometido con otras, adoptando el carácter, el porte y la belleza de la mujer que parecía gustarme. Me devolvía mi amor centuplicado, y en vano jóvenes patricios e incluso miembros del Consejo de los Diez le hicieron las mejores proposiciones. Un Foscari llegó a proponerle matrimonio; rechazó a todos. Tenía oro suficiente; sólo quería amor, un amor joven, puro, despertado por ella y que sería el primero y el último. Hubiera sido completamente feliz de no ser por la pesadilla que volvía cada noche y en la que me creía cura de pueblo mortificándome y haciendo penitencia por los excesos cometidos durante el día. La seguridad que me daba la costumbre de estar a su lado apenas me hacía pensar en la extraña manera en que conocí a Clarimonda. Sin embargo, las palabras del padre Serapión me venían alguna vez a la memoria y no dejaban de inquietarme.



La salud de Clarimonda no era tan buena desde hacía algún tiempo. Su tez se iba apagando día a día. Los médicos que mandaron llamar no entendieron nada y no supieron qué hacer. Prescribieron algún medicamento sin importancia y no volvieron. Pero ella palidecía visiblemente y cada vez estaba más fría. Parecía tan blanca y tan muerta como aquella noche en el castillo desconocido. Me desesperaba ver cómo se marchitaba lentamente. Ella, conmovida por mi dolor, me sonreía dulcemente con la fatal sonrisa de los que saben que van a morir.



Una mañana, me encontraba desayunando en una mesita junto a su lecho, para no separarme de ella ni un minuto, y partiendo una fruta me hice casualmente un corte en un dedo bastante profundo. La sangre, color púrpura, corrió enseguida, y unas gotas salpicaron a Clarimonda. Sus ojos se iluminaron, su rostro adquirió una expresión de alegría feroz y salvaje que no le conocía. Saltó de la cama con una agilidad animal de mono o de gato y se abalanzó sobre mi herida que empezó a chupar con una voluptuosidad indescriptible. Tragaba la sangre a pequeños sorbitos, lentamente, con afectación, como un gourmet que saborea un vino de Jerez o de Siracusa. Entornaba los ojos, y sus verdes pupilas no eran redondas, sino que se habían alargado. Por momentos se detenía para besar mi mano y luego volvía a apretar sus labios contra los labios de la herida para sacar todavía más gotas rojas. Cuando vio que no salía más sangre, se incorporó con los ojos húmedos y brillantes, rosa como una aurora de mayo, satisfecha, su mano estaba tibia y húmeda, estaba más hermosa que nunca y completamente restablecida.



-¡No moriré! ¡No moriré! -decía loca de alegría colgándose de mi cuello-; podré amarte aún más tiempo. Mi vida está en la tuya y todo mi ser proviene de ti. Sólo unas gotas de tu rica y noble sangre, más preciada y eficaz que todos los elixires del mundo, me han devuelto a la vida.



Este hecho me preocupó durante algún tiempo, haciéndome dudar acerca de Clarimonda, y esa misma noche, cuando el sueño me transportó a mi parroquia vi al padre Serapion más taciturno y preocupado que nunca:



-No contento con perder tu alma quieres perder también el cuerpo. ¡Infeliz, en qué trampa has caído!



El tono de sus palabras me afectó profundamente, pero esta impresión se disipó bien pronto, y otros cuidados acabaron por borrarlo de mi memoria. Una noche vi en mi espejo, en cuya posición ella no había reparado, cómo Clarimonda derramaba unos polvos en una copa de vino sazonado que acostumbraba a preparar después de la cena. Tomé la copa y fingí llevármela a los labios dejándola luego sobre un mueble como para apurarla más tarde a placer y, aprovechando un instante en que estaba vuelta de espaldas, vacié su contenido bajo la mesa, luego me retiré a mi habitación y me acosté decidido a no dormirme y ver en qué acababa todo esto. No esperé mucho tiempo, Clarimonda entró en camisón y una vez que se hubo despojado de sus velos se recostó junto a mí. Cuando estuvo segura de que dormía tomó mi brazo desnudo y sacó de entre su pelo un alfiler de oro, murmurando:



-Una gota, sólo una gotita roja, un rubí en la punta de mi aguja... Puesto que aún me amas no moriré... ¡Oh, pobre amor!, beberé tu hermosa sangre de un púrpura brillante. Duerme mi bien, mi dios, mi niño, no te haré ningún daño, sólo tomaré de tu vida lo necesario para que no se apague la mía. Si no te amara tanto me decidiría a buscar otros amantes cuyas venas agotaría, pero desde que te conozco todo el mundo me produce horror. ¡Ah, qué brazo tan hermoso, tan perfecto, tan blanco! Jamás podré pinchar esta venita azul -lloraba mientras decía esto y sentía llover sus lágrimas en mi brazo, que tenía entre sus manos. Finalmente se decidió, me dio un pinchacito y empezó a chupar la sangre que salía. Apenas hubo bebido unas gotas tuvo miedo de debilitarme y aplicó una cinta alrededor de mi brazo después de frotar la herida con un ungüento que la cicatrizó al instante.



Ya no cabía duda. El padre Serapion tenía razón. Pero, a pesar de esta certeza, no podía dejar de amar a Clarimonda y le hubiera dado toda la sangre necesaria para mantener su existencia ficticia. Por otra parte, no tenía qué temer, la mujer respondía del vampiro, y lo que había visto y oído me tranquilizaba. Mis venas estaban colmadas, de forma que tardarían en agotarse y no iba a ser egoísta con mi vida. Me habría abierto el brazo yo mismo diciéndole:



-Bebe, y que mi amor se filtre en tu cuerpo con mi sangre.



Evitaba hacer la más mínima alusión al narcótico y a la escena de la aguja, y vivíamos en una armonía perfecta. Pero mis escrúpulos de sacerdote me atormentaban más que nunca y ya no sabía qué penitencia podía inventar para someter y mortificar mi carne. Aunque todas mis visiones fueran involuntarias y sin mi participación, no me atrevía a tocar a Cristo con unas manos tan impuras y un espíritu mancillado por semejantes excesos reales o soñados. Para evitar caer en semejantes alucinaciones, intentaba no dormir, manteniendo abiertos mis párpados con los dedos, y permanecía de pie apoyado en los muros luchando con todas mis fuerzas contra el sueño. Pero la arena del adormecimiento pesaba en mis ojos, y al ver que mi lucha era inútil dejaba caer mis brazos y, exhausto y sin aliento, dejaba que la corriente me arrastrase hacia la pérfida orilla. Serapion me exhortaba de forma vehemente y me reprochaba con dureza mi debilidad y mi falta de fervor. Un día en que mi agitación era mayor que de ordinario me dijo:



-Sólo hay un remedio para que te desembaraces de esta obsesión, y aunque es una medida extrema la llevaremos a cabo: a grandes males, grandes remedios. Conozco el lugar donde fue enterrada Clarimonda; vamos a desenterrarla para que veas en qué lamentable estado se encuentra el objeto de tu amor. No permitirás que tu alma se pierda por un cadáver inmundo devorado por gusanos y a punto de convertirse en polvo; esto te hará entrar en razón.



Estaba tan cansado de llevar esta doble vida que acepté; deseaba saber de una vez por todas quién era víctima de una ilusión, si el cura o el gentilhombre, y quería acabar con uno o con otro o con los dos, pues mi vida no podía continuar así. El padre Serapion se armó con un pico, una palanca y una linterna y a medianoche nos fuimos al cementerio de** que él conocía perfectamente. Tras acercar la luz a las inscripciones de algunas tumbas, llegamos por fin ante una piedra medio escondida entre grandes hierbas y devorada por musgos y plantas parásitas, donde desciframos el principio de la siguiente inscripción:



Aquí yace Clarimonda

Que fue mientras vivió

La más bella del mundo.



-Aquí es -dijo Serapion y, dejando en el suelo su linterna, colocó la palanca en el intersticio de la piedra y comenzó a levantarla. La piedra cedió y se puso a trabajar con el pico. Yo le veía hacer más oscuro y silencioso que la noche misma; él, ocupado en tan fúnebre tarea, sudaba copiosamente, jadeaba, y su respiración entrecortada parecía el estertor de un agonizante. Era un espectáculo extraño y, cualquiera que nos hubiera visto desde fuera, nos habría tomado por profanadores y ladrones de sudarios antes que por sacerdotes de Dios. El celo de Serapion tenía algo de duro y salvaje que lo asemejaba más a un demonio que a un apóstol o a un ángel, y sus rasgos austeros recortados por el reflejo de la linterna nada tenían de tranquilizador.



Sentía en mis miembros un sudor glacial, y mis cabellos se erizaban dolorosamente en mi cabeza; en el fondo de mí mismo veía el acto de Serapion como un abominable sacrilegio, y hubiera deseado que del flanco de las sombrías nubes que transcurrían pesadamente sobre nosotros hubiera salido un triángulo de fuego que lo redujera a polvo. Los búhos posados en los cipreses, inquietos por el reflejo de la linterna, venían a golpear sus cristales con sus alas polvorientas, gimiendo lastimosamente; los zorros chillaban a lo lejos y mil ruidos siniestros brotaban del silencio. Finalmente, el pico de Serapion chocó con el ataúd, y los tablones retumbaron con un ruido sordo y sonoro, con ese terrible ruido que produce la nada cuando se la toca; derribó la tapa y vi a Clarimonda, pálida como el mármol, con las manos juntas; su blanco sudario formaba un solo pliegue de la cabeza a los pies. Una gotita roja brillaba como una rosa en la comisura de su boca descolorida. Al verla, Serapion se enfureció:



-¡Ah! ¡Estás aquí demonio, cortesana impúdica, bebedora de sangre y de oro! -y roció de agua bendita el cuerpo y el ataúd sobre el que dibujó una cruz con su hisopo. Tan pronto como el santo roció a la pobre Clarimonda su hermoso cuerpo se convirtió en polvo y no fue más que una mezcla espantosa y deforme de ceniza y de huesos medio calcinado-. He aquí a tu amante, señor Romualdo -dijo el despiadado sacerdote mostrándome los tristes despojos-, ¿irás a pasearte al Lido y a Fusine con esta belleza?



Bajé la cabeza, sólo había ruinas en mi interior. Volví a mi parroquia, y el señor Romualdo, amante de Clarimonda, se separó del pobre cura a quien durante tanto tiempo había hecho tan extraña compañía. Sólo que la noche siguiente volví a ver a Clarimonda, quien me dijo, como la primera vez en el pórtico de la iglesia:



-¡Infeliz! ¡infeliz!, ¿qué has hecho?, ¿por qué has escuchado a ese cura imbécil?, ¿acaso no eras feliz?, ¿y qué te había hecho yo para que violaras mi tumba y pusieras al descubierto las miserias de mi nada? Se ha roto para siempre toda posible comunicación entre nuestras almas y nuestros cuerpos. Adiós, me recordarás -se disipó en el aire como el humo y nunca más volví a verla.



¡Ay de mí! Tenía razón; la he recordado más de una vez y aún la recuerdo. La paz de mi alma fue pagada a buen precio; el amor de Dios no era suficiente para reemplazar al suyo. Y, he aquí, hermano, la historia de mi juventud. No mires jamás a una mujer, y camina siempre con los ojos fijos en tierra, pues, aunque seas casto y sosegado, un solo minuto basta para hacerte perder la eternidad.