domingo, 7 de octubre de 2007

La maldición del vampiro

Bram Stoker, autor de 'Drácula', dilapidó los dividendos que le devengó la novela y nada de lo que hizo luego mereció la pena

03.10.07 - MARTÍN OLMOS (ideal.es)

Bram Stoker se crió a base de sangrías y murió viendo vampiros, por lo que casi resulta natural que en la mitad del camino escribiese la novela 'Drácula'. El resto de su vida la vivió a la sombra de un comediante caprichoso y no dejó más obra de mención. Nació hace 160 años en la aldea de Clonfart, a un tiro de piedra de Dublín, y durante su infancia padeció tantas enfermedades que unas noches estaba en este mundo y otras más cerca del otro. Le tuvieron que enseñar las reglas profesores particulares porque estaba demasiado débil para caminar hasta una escuela.

Para confortarle, su padre le practicaba dolorosas sangrías con las que pretendía renovarle la 'cañería' y entretenía sus noches febriles con terroríficas historias gaélicas plagadas de 'dearg-dues', los tradicionales vampiros de las leyendas célticas, y de personajes como el traidor Murrogh O'Brien, que cuando fue decapitado en el condado de Limmerick, su amante se bebió su sangre porque no consideraba a la tierra digna de recibirla.

A pesar de todo, Stoker sanó y estudió matemáticas en el Trinity College, donde alternó con Oscar Wilde, que le presentó a Florence Balcombe, con la que se casó en 1878. Encontró empleo en la Administración y estiró las noches escribiendo relatos de terror hasta que el actor Henry Irving se cruzó en su camino. Irving era la sensación de la escena victoriana, una presencia imponente que estaba perfecto en el papel de Mefistófeles y de toda la caterva de villanos shakesperianos. Stoker se convirtió en su representante y administrador, oficio que incluía soportar su ego descomunal, atender sus caprichos y estar siempre dispuesto al elogio y a la servidumbre. Irving le dio mala vida pero le llevó a conocer el mundo de los liceos y de los salones; también el de las opieras y el de las casas de mala nota. En una de ellas, en París, pescó, la sífilis que con el tiempo le llevaría al otro barrio.

Un atracón de cangrejos

Una noche, después de un atracón de cangrejos que le produjo sueños febriles, vio en una pesadilla a una especie de rey de los vampiros que salía de su tumba en busca de sangre. Sobre esa imagen empezó a construir al Conde Drácula, basándose en el folclore pagano de los nosferatus rumanos y en la figura, que le sugirió el historiador húngaro Vámbery, del Príncipe Vlad de Valaquia, que combatió con ferocidad al turco en los Balcanes a mediados del siglo XV. Stoker no se inventó los cuentos de vampiros pero escribió la versión canónica. Hasta llegar a Drácula asomaron vampiros en la Grecia clásica, en el relato de Flegón sobre la novia Filinia; en el romanticismo alemán, en 'La esposa de Corinto' de Goethe y en los poemas de Bürger y Ossenfelder; en 'Justine', del Marqués de Sade; en 'El vampiro' del doctor Polidori, el extraño secretario de Lord Byron; en 'Camilla', de Sheridan LeFanú; en toda la novela gótica y en 'El Horla', de Maupassant, que también sucumbió a la sífilis. Sin embargo, Drácula unía a su linaje antiguo y salvaje la desenvoltura mundana de Henry Irving y el aire decadente de Franz Liszt, sin dejar de representar la maldad en estado puro. La novela se publicó en 1897 y los elogios de Oscar Wilde y Arthur Conan Doyle ayudaron a su difusión; sin embargo, Henry Irving apenas le echó un vistazo de rondón y no quiso ni oír hablar de interpretar al conde en la versión teatral. Stoker no administró con juicio los dividendos que le devengó 'Drácula' y nada de lo que escribió después mereció la pena. La muerte de Irving en 1909 le dejó sin empleo y se pasó sus últimos años coqueteando con sectas ocultistas de medio pelo y dándose al opio.

Locura

La muerte le alcanzó en 1912, en abril, en Londres, en una pensión de tres chelines y un jergón compartido con una familia de pulgas. La noche que murió, un vampiro le fue a visitar para atestiguar su agonía. Stoker, aterrorizado, le señaló y le delató llamándole «¿strigoi, strigoi!» (vampiro en rumano), pero el médico que le asistía concluyó que la sífilis le había vuelto orate.

El pobre Bram Stoker murió como Renfield, el loco de su novela al que nadie creía cuando anunciaba desde su celda del manicomio el advenimiento del vampiro, y no como Van Helsing, el campeón de la estaca. Y le regaló a la posteridad un fin dramático con el que dar que escribir.

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